Capítulo 1

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11 de agosto, tres semanas transcurridas.

Raphael Patterson

El viento frío acariciaba mis mejillas sin mucha delicadeza, mis pómulos helados gritaban por la baja temperatura mientras corría. Mi respiración acelerada y mi cabeza en torbellinos de preocupación, pensando en lo pudo haberle pasado. Mi niña, Selina había regresado.

El recuerdo de Connen llegando  a mi despacho sigue dándome vueltas. Rogando porque Seline siguiera viva.

–Señor –dice cauteloso Connen, entrando de un golpe y cerrando de igual forma–. Centinelas me informan que encontraron a su hija en la frontera norte del Bosque Real. En mal condición, pero viva. –Me disparo de la silla, más que sorprendido apresurado, para rodear mi escritorio y pasar por un lado de Connen hacia la puerta.

–¿Qué tan mala condición? –, pregunté con los dientes apretados. La suspicacia resaltaba en los ojos del general, mastiqué el tiempo que tardó en responder, preparándome.

–Mandé a buscar el cortacadenas –. La seriedad desplomó mi expresión, eso no podía ser bueno.

Antes de girar el pomo y salir, le hablé a mi amigo sin haberlo visto a la cara. Los años de amistad no me quitaban lo testarudo, no quería demostrar lo asustado que estaba por el estado en el que estaría mi hija. Generalmente, Connen era directo con las palabras, si no estaba aplicando su actitud de siempre las cosas podrían estar peor de lo que pensaba.

–General, ¿Alguien además de los centinelas fronterizos y usted sabe de la llegada de Selina? –le pregunté, necesitaba información completa y concisa. Él tomó una respiración profunda, suspiró.

–Con exactitud somos 6 personas quienes sabemos, Señor –. Con solemnidad, entiende mi necesidad. No quería que nadie más se enterara, por el momento.

Nos acercábamos con velocidad hacia el lugar donde la habían visto. La noche anterior había caído una nevada tétrica y aunque el viento estaba helado, la magia del Bosque Real mantenía su interior templado derritiendo la nieve que caía por el suelo frondoso, convirtiéndolo en barro. El calor era suficiente para no congelarse sin estar transformado y sin la necesidad de cargar con tres abrigos de lana.

Lo primero que sentí fue el hedor a plata y sangre fresca. Mis alarmas gritaron dentro de mí y por instinto aceleré, dejando al general un par de pasos detrás de mí. No quería ceder al miedo, pero se trataba de ella, no podía evitarlo.

Con el corazón a punto de salirme por los oídos, empecé a bajar el ritmo. Mis ojos clavados en la pálida figura que vislumbraba unos metros más adelante. Dos lobos flanqueándola, protegiéndola, que cuando me vieron inclinaron su cabeza y se apartaron. Por un momento no escuché su respiración y temí lo peor. Sin embargo ahí estaba, débil pero presente.

Con pasos cortos me acerqué a ella, cayendo de rodillas mientras mis manos sujetaban sus mejillas con dulzura. Entre el lodo, la sangre seca y suciedad de días no se podían detallar la complejidad de las heridas. Estaba pálida como sólo alguien que había sido encerrado por días podría estarlo, la habían dejado desnuda y a su suerte, encadenada con los brazos abiertos rodeando el árbol de espaldas. Como si quien la hubiese dejado ahí quisiera ver quien llegaba primero a ella, si la muerte por hipotermia o yo. Mantenía sus piernas dobladas sobre sí misma, inclinadas hacia un lado en un pequeño gesto contra el frío. Su cabeza apoyada hacia atrás mirando hacia la nada, no obtuve ningún ápice de reacción por mi llegada.

La obligué a que me mirara, y quien me devolvió la mirada no era mi Selina, no era mi niña. Una muñeca de trapo con la cara de mi única hija me miraba con un vacío eterno en sus ojos. Mis ojos picaron y mi garganta se tensó tratando de tragarme un sollozo. Desde la muerte de mi esposa mi manada me conocía por ser frío, sólo mis hijos sabían lo sentimental que podía llegar a ser.

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⏰ Última actualización: Jan 27, 2021 ⏰

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