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La mirada de mi abuela parecía haberse quedado cristalizada en el tiempo. Sabía que su vida había terminado, sabía que el fin de una historia estaba cerca, y en vez de centrarse en el presente, rememoraba con una cruel añoranza los años pasados. A veces la veía apretar las manos sobre su regazo, en ocasiones esbozaba una débil e imperceptible sonrisa, y otras veces parecía que sus ojos estaban envueltos en ese cristal que los enmarcaba.

Apenas hablaba, pero no porque no pudiese, sino porque no quería. La enfermedad la estaba devorando poco a poco, como un parásito mercenario de nuestro cuerpo que decide destruirnos desde dentro hasta que no somos nada en el exterior. Podía contar, con los dedos de una mano, las veces que mi abuela había pronunciado mi nombre en aquellos meses. Tres. Tres veces fueron las que mi abuela pronunció mi nombre.

Hasta hace medio año, Candela, mi abuela, era una mujer de esas que dan los buenos días cuando van a la frutería a por su kilo de patatas para hacer el guiso del domingo para toda la familia. Candela era la mujer que te saludaba al salir del portal, la que preguntaba por los nietos de las vecinas o la que preparaba aquella famosa tarta de galletas empapadas en café y un poco de brandy con chocolate cada vez que venían sus nietos.

Candela. La hija de un pescador. La mujer de un dictador. Madre de cuatro hijos, abuela de diez nietos y bisabuela de dos bisnietos. Candela, la mujer que remendaba las redes de los pescadores sentada en el rebalaje de la playa. Candela, la mujer que distinguía las gaviotas de los albatros. Candela, la que compraba lotería de Navidad para toda la familia sin pedir un euro a cambio, aunque no necesitábamos dinero. La de los vestidos de manga corta y lunares, la del café después de la comida, la del 'no os preocupéis, que yo os lo traigo'. Porque mi abuela, a pesar de vivir en una familia de ricos, nunca olvidó quién era y cuando mi abuelo murió dejó la casa familiar y se mudó al barrio de pescadores donde nació para morir a gusto.

Candela. Esa mujer de manchas en las manos, de dedos casi entumecidos de remendar y limpiar, ahora ya no existía. Era un ser inerte tumbado en una cama para la que ya no había solución.

Al entrar en su casa, el ambiente no era el mismo. Ya no te recibía ella con dos besos sonoros y toscos en las mejillas, preguntándote cómo habías 'capao' el día, y me costó unos años aprender que esa era su forma de preguntar cómo me había ido el día. Ya no había olor a comida recién hecha en la cocina. Ahora, lo único parecido a la Candela que me había criado, era el programa de cocina que todas las mañanas veía desde que se estrenó.

—Abuela, ¿cómo estás?

Besé su frente al llegar a su habitación y, como hacía ella conmigo todas las mañanas, levanté la persiana para que entrase la claridad del día. Estábamos en las semanas finales de mayo, y el calor comenzaba a reconfortar, dejando atrás el frío del invierno.

No respondió. Tampoco esperaba que lo hiciera.

Le di de comer mientras veía la tele y sabía a ciencia cierta que odiaba eso. Odiaba ser dependiente de alguien, odiaba ser la señora mayor a la que su nieta, a la que ella crió, ahora la cuidaba a ella. Porque todos la habían dejado sola, ahora Candela no era parte de una familia millonaria y nadie, ni siquiera sus hijos, la querían.

Notaba en sus ojos cierto dolor que se me hacía familiar, un dolor que no podía articular con palabras porque nadie la entendería si lo confesase, y mirándola a los ojos pensé, que era ese el motivo que la torturaba en un silencio que parecía iba a ser eterno.

Nunca he hablado con mi familia de mi orientación sexual, salir del armario ya supuso para mí un trance doloroso, pero a mi abuela nunca le dije nada, a pesar de que por mi apariencia fuese más que obvio. ¿Qué chica de pelo corto, que usa pantalones vaqueros ajustados negros y camisetas negras con un doblez en la manga es heterosexual?

carlinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora