Era mitad de Agosto. El sol quemaba bajo nuestros cuerpos recostados en la arena. Y la sombrilla me protegía del ardiente sol, al igual que me sentía protegida recostada en su pecho, escuchando su acompasado corazón junto al mío. Latían de forma rítmica y lenta, y en uno de los auriculares una suave melodía de un grupo que no puedo recordar nos mecía en el sueño, mientras que el otro tranquilizaba la mente con el sonido de la brisa del mar, las olas chocando contra la arena, y las lejanas risas de los niños que correteaban por el lugar.
Desperté completamente sola mientras notaba como el sol abrasaba mi piel. Tanto, que las manchas rojas colorearon su forma como el más oscuro vino, y me marcaban la piel a la par que la garganta necesitaba de agua, y el aliento era casi tan denso como el calor que me sofocaba los pulmones. Así que fui corriendo hacia la orilla del mar, y allí, introduje mis rojizos pies en la fría agua, y me fui sumergiendo hasta llegar a lo más profundo del océano. Allí, una brillante ancla tenía nuestras iniciales grabadas, como si algún barco se hubiese perdido años atrás y allí permaneciese. Y cuando miré mi pie, una cadena me ataba con fuerza, tanta que me impedía subir a la superficie a por aire. No podía aguantar más la respiración, y de repente, en vez de aire empezó a entrar agua que inundaba todas las cavidades de mi cuerpo. Podía notar esa agua en mis pulmones, en mi nariz, en mi tráquea, y en un último intento conseguí llegar a la superficie, aún atada por esa cadena. Cuando alcé la cabeza, el sol seguía cegándome. Y en medio de un círculo casi perfecto, observé el huracán rodeándome. Estaba justo en su pupila. No sabía si volver bajo el agua y quedarme con el ancla hasta encontrar la muerte, o si seguir nadando intentando liberarme de aquella cadena, para meterme de pleno en el huracán con la esperanza de ser rescatada. Al menos en aquel círculo perfecto en donde el sol seguía quemando, y la cadena aún seguía haciendo presión, se hallaba el miedo a la par que la calma. Aun así sabía que en algún momento por mi supervivencia tendría que liberarme, nadar hasta el huracán, y esperar a que, con suerte, la tormenta parase, y para aquel entonces, mi corazón siguiese latiendo.