Cuando decidí vivir con los delfines

38 2 0
                                    

 Nací en un diciembre caluroso, cuando el verano comenzaba a derramar las primeras gotas de sudor. El parto natural había sido imposible de concretar, por lo que el bisturí fue lo primero que sentí venir. El anestesista era un graduado con honores, y así como así, dejó que mi madre viajara de la vida a la muerte y viceversa, unas mil veces.

 Mis padres me recibieron como su rol lo disponía, una de mis dos hermanas en cambio, decidió discriminarme desde un primer momento. El ser la única negra en la familia tuvo siempre sus desventajas, sin duda alguna.

 Mi infancia no fue la mejor. Un techo, una cobija, tres comidas diarias, una esponja, educación sin reclamos, padres presentes… todo lo tuve, o al menos lo esencial para vivir feliz. Eso es lo que les digo en este instante, porque aunque lo intente no logro recordar demasiado. Mi mente es como el vapor, y quizá lo sea porque yo lo quiero así. No voy a detenerme en esta etapa, no creo que sea de mucha ayuda.

 Mi problema empezó a los doce, cuando la pubertad esta a hora pico y los primeros bellos florecen.  Mis hormonas eran tranquilas, sin más palabras. La secundaria arribó chocándose todo lo que encontraba a su paso. Llego desprevenida, y poco a poco tomo el control de la situación.

 Desde primer año las calificaciones fueron el orgullo de todo quien me conocía. Mi respeto hacia el saber era magnífico. Leía todo lo que cruzaba mis ojos, mis ideas crecían paralelamente a la dimensión de la realidad. Tuve varios sufrimientos chocantes, pero nada que hoy recuerde con odio. Me enamoré a primera vista.

 También fui testigo de la primera televisión en casa, imaginen la emoción de una niña que descubría otra parte de la vida. Comenzó mi adicción a las películas, mañana, tarde y noche. Mi imaginación crecía segundo a segundo, así como las lágrimas que derramaba en los momentos en que sentía que no pertenecía a esa familia. Cada  ofensa cada mirada, cada acción, todo provocaba llantos interminables.

 Cumplir trece años no hizo la diferencia, excepto llorar con más frecuencia. Aprendí a esconderme en la habitación, escabullirme como una rata y llorar como una cebolla. 14 años y la situación comenzaba a cambiar, las hormonas en desarrollo captaban cosas nuevas. Ahora puedo decir, que la mierda empieza a surgir.

 Emociones nunca antes pendientes, se realzaron como una bandada de pájaros.  Empecé a llorar en cualquier escalón, cada resbalón era motivo de depresión intensa. Mis amigos crecieron como mis ganas de desaparecer. Busqué soluciones impensadas, como dejar de comer, o comer y vomitar. La sociedad se había colado de lleno por entre los poros antes tapados.  Las cicatrices nacieron con particularidad, una a una, lentamente. Reflejaban soledad, pero ese tipo de soledad propia, la soledad del alma. Me alejé de todos, mi única conexión real permanecía en las páginas de los pocos libros que nos permitíamos tener. Siempre teníamos inyectado a Dios en las venas, pero un año más tarde, mis acciones serían terriblemente espantosas.

 Cumplir quince, y no sentir nada. No me permitía llorar, estaba cansada. La angustia no se hacía ver, sin embargo, fuera de la conciencia era como una piedra sensible y rota en mil pedazos. El alcohol tomo lugar en mis pensamientos, las fiestas y las discos se apoderaron de mi cuerpo, y de mi mente. En su primera vez, me hicieron sentir feliz. Feliz de estar rodeada de personas que me querían, feliz de poder sonreír sin fingir, feliz de poder estar en cualquier lado, menos en casa, con esos seres que me sofocaban. La situación familiar se volvía más ruda con el pasar de los años. Discusiones, amenazas, locuras, llantos, eran una forma cotidiana de vivir. Las cicatrices volvieron, así como la adicción de verse igual que un palillo. El cigarrillo empezó a inundar mis pulmones poco a poco. Los fines de semana, valían mucho más la pena que cinco días entre cuatro paredes torturadoras. Como sea, fue un año bipolar: morir, no morir, morir, no morir…

 A los dieciséis, las cosas cambiaron rotundamente. La maduración hizo darme cuenta de mis errores, y ahí encuentro el problema. Vivir llena de angustia no era realmente mi culpa, porque que mi familia fuese una mierda no recaía en mí. Pero ¿y las acciones? Claro que sí, porque me fui dando cuenta que yo podía frenarlas, el conflicto se encontraba en mi propio masoquismo. Abrí los ojos al mundo, los sentimientos volaban como gaviotas, mi mente se abría más y más. El entender a la gente ya no tenía límites, el sentir las demás almas me clavó un hacha en la espina dorsal.

 Empecé a leer más y más, para vivir en mundos que valieran la pena. Pero mi propio pensamiento me hundió en los desechos: no valgo la pena. Porque, ¿qué valía la pena de mí? No usaba el corazón, y actuaba pensando, pero pensando estupendamente mal. Veía llorar a mi vieja por mí, y las ganas de vivir ya no existía. Los amigos ya no eran los de antes. Ahí mi gran duda ¿valían ellos la pena? Y luego otra contradicción: yo era la que no encajaba, yo no valía ni una moneda falsa, yo lo único que causaba era dolores de cabeza. Todo era negro, todo es negro.

 Hoy no pienso diferente, en este momento necesito alejarme. Mis amigos se han juntado a festejar la fructuosa amistad, y mi cuerpo no está presente. Me doy cuenta que por más que no estemos corporalmente solos, siempre unas mil veces lo vamos a estar. Y claro que ello nos ayuda a ser fuertes ¿no? El problema está en la fortaleza. Yo no soy fuerte, lo era en algún tiempo sí. Pero ahora que no tengo nada, no pienso en algún camino que no sea la soledad. Siempre lo disfruté. Por más que esté mal, no tengo otra alternativa, porque mi mente ha permitido que hasta Dios se esfume, y cuando la fe se aleja no me queda nada. Y sigo llorando, y en este momento no encuentro otra solución.

 Me voy, decido irme. Los paisajes son hermosos, el aire se siente espectacular. La playa canta a los cuatro vientos, la arena se entrecruza por mis dedos, la sensación de bienestar despeja mi cuerpo. Empiezo a viajar por los diferentes cosmos, a sentir el verdadero amor. Mis pies tocan el agua, y la vida tiene sentido. En un segundo, me encuentro desnuda, desnuda en todo aspecto. Lloro de alegría, mis lágrimas se juntan con las olas del mar, mi cuerpo obedece, al igual que mi corazón. Y en un momento estoy en lo profundo del mar. 

Cuando decidí vivir con los delfinesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora