caffè

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Algo que dijeron al lado mío
dirigió mi atención a la entrada del café.
Y vi el hermoso cuerpo que parecía
como si el Amor lo hubiese forjado con su más consumada
experiencia –
plasmando sus armoniosas formas con alegría,
elevando esculturalmente la estatura;
plasmando con emoción el rostro
y dejando a través del tacto de sus manos
un sentimiento en la frente, en los ojos, y en los labios.

A la entrada del café — Constantino Cavafis





La vida del hombre aún sentado en una de las meses de aquella cafetería en aquel lugar impregnado de calor, ha sido un ir y venir de situaciones incomprensibles; una serie de rachas secuenciales donde la suerte no siempre parece estar de su lado, aunque, en realidad, nunca resulta ser así. Levi puede contar con los dedos los momentos felices a comparación de los tristes, esos que se multiplican por encima de golpes de risas y talones hundiéndose en el frágil sendero de un edredón cuando pasaba las vacaciones en su hogar. El más fuerte de ellos siendo la muerte repentina de sus padres, lo que después trajo consigo su abandono de la carrera universitaria, la pérdida del empleo que mantenía a medio tiempo y de los amigos con los que se rodeaba.


No echa de menos aquellos años, pero mentiría si se atreviera a decir que no extraña a sus padres recibiéndolo en su hogar o las fiestas durante los meses de diciembre en los que colgaban adornos infantiles en un árbol que era todo menos un pino. Hay cosas a las que aún está acostumbrado, y después de cinco años las rutinas no son algo que se alejen de él. Así que Levi da un trago largo a su taza de café, el sabor de los granos envolviendo su paladar, la lengua, hundiéndose en la fila de dientes casi blancos y la misma la acción la repite mientras las tres horas en la cafetería se esfuman en el reloj. El estar en aquella cafetería, siempre le ayuda a calmar el picoteo de los recuerdos malintencionados, últimamente pasando sus días entre filas de mesas y sillas acolchonadas ordenadas por todo el local amplio, con olor a desinfectante de frutos secos y la serenidad de conversaciones ajenas entre grupos de amigos, amantes o jóvenes solitarios como él.


Las últimas cuatro palabras son recurrentes en sus pensamientos ante el hombre que entra tras la puerta; el sonido de la campanilla aviva sus sentidos y Levi sabe que siempre ha sido puntual a su llegada, él sólo espera paciente, con la espalda recargada cómodamente en la silla y un bolígrafo en la mano izquierda mientras intenta garabatear con torpeza números o caras emborronadas de manchones azules. Sin embargo, jamás han cruzado palabras, él cree, siendo sincero consigo mismo, que se debe a ese temor sobre la huida de las personas en su vida. Nunca las ha evitado, porque no puede obligar a nadie a quedarse.


Pero puede rememorar la primera que lo vio, un jueves durante el mes de septiembre, el otoño apenas había comenzado cuando lo miro entrando a la cafetería. Traje debidamente cuidado acomodado en su cuerpo delgado, camisa almidonada, el cabello rubio siendo iluminado apenas por dos rayos de sol que se colaban silenciosamente por el viejo tejado. Otoño. Sus mejillas lucían rosadas por la reciente puesta de sol de la mañana. No estaba sentado cerca de la barra, sino en las mesas que dan a la ventana del sitio, su lugar favorito. La atracción sucedió paulatina, de todos los clientes, se volvió el único que hablaba con los empleados de allí, así que solía escuchar sus parloteos; su cuerpo no se negó a caer ahí. Los meses siguientes la rutina era la misma, llegaba desde las diez de la mañana y se iba cercana las cuatro de la tarde. Al igual que Levi, en ocasiones se detenían a leer papeleos que iban más allá de simple cuentas, pero él nunca ha sabido a ciencia cierta la clase de trabajo que el ajeno tenía o tiene.

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