Carpe diem quam minimum crédula postero: Cap 1

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Cuarenta años. Ese era el tiempo que me quedaba.

Sí, parece mucho tiempo, pero el tiempo pasa rápido, mucho más rápido de lo que percibimos. 

Estoy seguro de que si todos supiésemos la fecha exacta de nuestra muerte, sabríamos como economizar mejor nuestro tiempo y no desperdiciarlo, aunque eso supusiese saber cuál es el día en el que abandonaremos esta vida. Y puedo asegurarlo, pues es lo que me ocurrió. Esta es la historia:

Mi nombre es Marco. Vivo en un gran pueblo de las afueras de un bosque. Es un pueblo muy bello; los árboles de nuestra zona siempre están adornados con hojas verdes o rosados pétalos de primavera, varios montes rodean uno de los lados del pueblo, con sus picos adornados por la blanca nieve. La gente vive del arduo trabajo de la ganadería y la agricultura, pero lo disfrutan. Jóvenes, adultos e, incluso, ancianos que mantienen su vitalidad bajo la suave luz de los dos soles que alumbran el cielo con un color azulado y ámbar, trabajan vigorosamente en el suelo y en la piedra del pueblo.

Los edificios, construidos a partir de la ardua minería de los trabajadores, tenían el pacífico blanco en sus paredes y el fuerte rojo en sus tejados de tejas, protegidos por puertas de oscura madera. Los animales, salvajes y domesticados, viven en armonía con el pueblo. La ciudad más cercana, a menos de una hora a pie, era el foco de comercio. Los artesanos vendían sus obras, los ganaderos sustentaban con sus productos y los jóvenes, como yo, recibían su educación en las escuelas. A cambio, ellos nos daban parte de sus avances y mantenían al pueblo a flote. 

A mis quince años, equilibraba el colegio y la ayuda en la granja. Mi padre murió cuando tenía diez años en el derrumbe de una mina, y para compensarlo, el dueño de la misma, nos dio parte de unos terrenos compartidos con otros granjeros para que los cultivásemos. Trabajando en los campos me hice compañero de multitud de personas, sobre todo de un hombre de unos cincuenta años y su hijo, de dieciocho años. Pasaron a ser algo parecido a un padre adoptivo y el hermano que nunca tuve.

Las cosechas fueron productivas todo el tiempo, y así continuaron hasta entonces. Parte de las ganancias eran dadas al jefe de la mina y el resto repartidas. Con ello pudimos, junto al trabajo que consiguió de maestra mi madre en la ciudad, seguir adelante. 

Mi madre siempre me decía que mi padre nos observaba en el cielo, sonriendo. Pensar en ello me hacía sentir orgulloso.

Pero un desgraciado día, mi madre cayó enferma. Los médicos del pueblo no tenían el equipamiento para tratarla, el equipo necesario no era posible transportarlo, y mi madre estaba demasiado débil como para poder ser transportada al hospital. 

Fue fuerte. Al comienzo los síntomas fueron leves y pudo aguantar, pero tras un tiempo, los síntomas se agravaron hasta que no podía levantarse de la cama. 

Desesperado, recopilé todo mi conocimiento para intentar encontrar una solución. Descubrí que, en un monte que hay al final del bosque, descansa un árbol de frutos mágicos, que devuelven la vitalidad a quienes lo consumen, pero que aparentemente estaba prohibida su recolección por ser el único ejemplar vivo de la especie. Sé que es algo ilegal, pero haría cualquier cosa por mi madre, y por toda mi familia.

Le conté el plan a Alberto, el hijo del hombre con el que trabajo. Él conocía a mi madre y ella a su padre. Sabía que iría con o sin él, así que decidió acompañarme para asegurarse de que no ocurriese nada. Los médicos aún le daban a mi madre un mes de vida, así que planearíamos la salida y, por la mañana del día siguiente, saldríamos a buscar el árbol.

El camino hasta el árbol fue problemático. Los árboles, altos y tupidos, tapaban gran parte de la luz del sol, y al no haber un sendero fijo, casi todo parecía igual. Tras una larga caminata, salimos del bosque y nos hallamos frente a una verde explanada en la que se alzaba una gran colina con un único árbol solitario de hojas verdes oscuro.

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⏰ Última actualización: Jul 18, 2022 ⏰

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