Uno

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Era un día soleado de los de principio de primavera. El pasto verde cubría la tierra y los almendros dejaban velos blancos, de pétalos, en el suelo todavía húmedo. Era un día un tanto irónico para asistir a un funeral.

El féretro, color caoba, era cargado por seis hombres vestidos de impecable negro. Tras ellos iba una fila de deudos enfundados en el mismo color. Algunos portaban flores, otros iban orando y uno caminaba hasta atrás con un ánimo muy peculiar. Se veía fresco, tranquilo y esbozaba una sonrisa agradable.

Era un hombre alto alto, de grandes ojos grises, con un cabello negro peinado hacia atrás. Su semblante pálido licia en su frente un tatuaje bastante inusual. El elegante traje negro que llevaba no dejaba ver más que su cuello y rostro, pero tuve la sensación de que no tenía más tatuaje que ese. Llevaba dos aretes con forma de esfera que brillaban bajo la luz del sol, iluminando su rostro. Todo él parecía muy fuera de lugar en esa ceremonia.

Yo era parte de la Pampa Fúnebre. El servicio especial de la funeraria por el que no muchos pagan en estos días. La banda la componiamos solo cuatro personas y tocabamos música para ambientar. Tonadas suaves, solemnes y tristes como si en un funeral hiciera falta deprimirse más. Mi atuendo era un vestido de encaje negro hasta la rodilla, unas medias negras también, unos zapatos de charol y un velo con el que tenía que esconder mi rostro. Todo lo veía a través de la lúgubre cortina que a ratos me hacía cerrar los ojos, pero después de ver a ese hombre no pude hacerlo.

El sacerdote abría los brazos en su discurso y las personas bajaban la cabeza. No sabía cuantos lloraban tras esos lentes oscuros o bajo los enormes sombreros que portaban las mujeres. Lilium blancos acompañaron al féretro en su lento descenso a la fosa fría que fue cubriéndose con tierra lentamente. Ese es el momento peor de un funeral. Cuando el ser amado queda bajo el suelo, desde donde nunca más volverá a levantarse y será el alimento de alimañas más otros parásitos.

El hombre de la frente tatuada nos miró cuando el piano comenzó a tocar la sonata Claro De Luna a la que me uní con mi violín. Toda la atención de aquel individuo se posó en nosotros que estábamos sobre la alfombra marrón y bajo el toldo negro decorado con oscuras flores de alcatraz. Para escapar de esos ojos cerré los míos, pero continúe sintiendo su mirada a través del velo y mis párpados. Me fui a la música. Solo a la música y por un momento olvide a la audiencia que tenía para entregarme al violín. El piano dejo de sonar y yo también tenía que silenciar mi instrumento. El sepelio había terminado.

Me descubrí el rostro y me encontré con aquel individuo, mirándome del otro lado del tumulo. Levantó su mano para saludarme y yo respondí el gesto, pero enseguida me di la vuelta para guardar mi violín.

-Eso es todo por hoy-nos dijo el líder del cuarteto- Pueden retirarse.

Con el estuche entre las manos me apresure a alejarme de ese lugar, pero no a salir del cementerio. Me gustaba estar ahí. Los cementerios son de los sitios más tranquilos que existen. Casi no hay ruido en ellos y huelen a flores. En ese había una tumba ante la que me gustaba sentarme.

Era la lápida más vieja que había encontrado. Tenía ciento dos años y los nombres grabados en la vieja loza, que nadie visitaba de vez en cuando, eran los de un matrimonio que murió con un año y un día de diferencia. Se me hacía romántico pensar en que ese hombre se fue tras su esposa. Claro que la explicación a su muerte podía ser una menos grata. Estaba ahí cuando sentí que alguien me miraba desde atrás.

-Buenos días señorita-me dijo justo cuando voltee a verlo. Era el hombre del tatuaje.

Era temprano. Faltaba más de dos horas para el medio día.

-Buenos días-le respondí.

-¿Te molesta si me siento a tu lado un momento?

-No-dije, pero lo cierto era que me incómodo.

Réquiem para un vivoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora