Una Visión del Paraíso

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"¿Por qué lloras, mi amor?" preguntó Arriaga, volviéndose hacia Victoria en la cama y secándole una lágrima que corría por su rostro.

Mi amor. Era la primera vez que Arriaga la llamaba así.

Mi amor. Victoria sintió que su corazón se aceleraba, como si fuera una adolescente. Era tan simple, tan profundamente simple, pero tan lleno de significado. Como si Arriaga la tomara para sí, poniendo su bandera en ese territorio inexplorado pero al mismo tiempo, con la palabra más dulce de todas, porque eso es lo que eran el uno para el otro – amor – y solo eso.

Amor.

Y de repente Victoria ya no supo si sus lágrimas eran de emoción o de anticipación por lo que el futuro le tenia guardado al lado de ese hombre, de este amor - ¡amor! ¡mi amor! - que era tan grande y absolutamente maravilloso, que apenas notó que Arriaga se había acercado a ella lentamente y empezó a besar el camino que las lágrimas hacían en su rostro, gentilmente. Victoria sonrió y lo abrazó, jalándolo hacia ella.

Arriaga tomo la oportunidad para besarla en el cuello y deslizar sus labios suavemente sobre los hombros de Victoria, provocando suspiros en el camino. Él bajó los tirantes de la blusa que llevaba Victoria, dejando al descubierto las pequeñas pecas que él ansiaba por explorar. Las besó una a una, lo que hizo con que Victoria arqueara el cuerpo por impulso. Victoria podría jurar que los labios de Arriaga formaron una sonrisa contra su piel mientras continuaba su deliciosa tortura, descendiendo peligrosamente en dirección a su sostén.

Victoria lo jaló por la nuca, para volver a besarlo en la boca mientras trataba desesperadamente de deshacerse de la camisa que él llevaba. De repente sintió que ambos llevaban demasiada ropa.

Las grandes manos de Arriaga bajaron por las caderas de Victoria, deteniéndose en la cremallera de sus pantalones que, después de un poco de esfuerzo, logró abrir. Victoria respiraba con dificultad cuando se dio cuenta de que Arriaga estaba deslizando la prenda por sus piernas hasta finalmente tirarla de la cama, junto a su camisa que también había logrado quitar.

Victoria estuvo tentada a liderar su propia expedición hasta la cremallera de los pantalones de Arriaga, pero pronto sintió la mano de José Ángel acercarse a su blusa y - oh, ¡Dios! - en un movimiento rápido estaba acostada en su cama en la Hacienda Balvanera sólo en bragas y sostén y José Ángel Arriaga, de rodillas sobre el colchón la miraba de una manera completamente distinta. Victoria hizo una nota mental para recordar esa mirada, pues era algo nuevo - tan deliciosamente nuevo - y tan increíblemente íntimo que debería ser guardado solo para ella como un tesoro precioso.

Arriaga la atrajo hacia él, haciéndola sentarse sobre él en la cama. Victoria lo besó entre risas y la calidez que emanaba de su piel contra la de ella fue la cosa más maravillosa y embriagadora que jamás había sentido en su vida. Ella arqueó su cuerpo contra el de él y gimió, incapaz de contenerse, forzando sus labios a separarse y él rápidamente comenzó a besar su mandíbula, cuello y llegar a la oreja de Victoria, haciendo pequeños mordiscos que ella estaba segura que podrían volverla loca en cualquier momento.

"Victoria, ¿tienes idea de lo que me estás haciendo?" le susurró al oído, con una voz llena de deseo.

Victoria suspiró y le dio un beso en el hombro, deslizando sus manos por los brazos que siempre la habían protegido y que siempre había querido sentir bajo sus dedos, sin ningún obstáculo, sin temores ni culpas. Las manos de Arriaga recorrieron el encaje del sostén de Victoria hasta llegar al broche, aflojándolo. Victoria sintió todo su cuerpo temblar. Luego se alejó de Arriaga, dejando su sostén deslizar por sus brazos, volviendo a caer sobre la cama, desnuda de la cintura para arriba.

Laberintos Cerrados - Versión EspañolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora