Hacía el norte (Relato)

3 0 0
                                    

El ladrón huía hacia el norte, y ella iba tras él.

Sadia detuvo al caballo. Tras ella quedaban los árboles con sus ramas desnudas, anunciando el inminente invierno. Se acomodó el sombrero para evitar que el sol naciente la deslumbrara y vio un riachuelo que discurría junto al camino. De pronto notó como una fría brisa se levantaba y se arrebujó en su abrigo. Miró entonces al cielo y vio las nubes cargadas. Si quería cazarlo y cobrar la recompensa, debía darse prisa.

Tuvo que detenerse antes de lo que esperaba. Tres hombres descansaban junto al arroyo y no parecían haberla oído. Vestían uniformes militares. Al verlos, Sadia consideró que lo más seguro sería dar un rodeo.

— ¡Eh, tú! —gritó de pronto uno de los soldados—. ¿Quién va?

El que la había visto era el mayor de los tres. Su espeso bigote canoso le ocultaba el labio superior. Desenfundó un viejo revolver mientras sus dos compañeros alzaban también sus rifles. Sadia se fijó en ellos: sus rostros todavía infantiles carecían de cualquier tipo de vello facial e incluso uno de ellos aún tenía la cara invadida por el acné. No debían ser mucho mayores que su hermano Aiden y, pese a ello, las manos no les temblaban al sostener sus armas.

Sadia levantó las manos y los miró con toda la entereza que pudo reunir. El veterano se acercó a ella y, con gesto cortés, se quitó el sombrero.

— Sargento Dean. A su servicio, señori... —se quedó callado un instante y abrió mucho los ojos—. ¡Por Dios! ¿Cuántos años tienes, chiquilla? ¡Vamos, acércate!

Antes de llegar hasta allí, Sadia había oído rumores. Decían que una batalla había arrasado un pueblo entero y esos tres parecían la retaguardia. No le costó suponer que debían ser carroñeros: el arma que tanto un bando como otro usaban para rematar a los supervivientes que hubiesen podido escapar con vida.

No les importaba quiénes fuesen los afortunados: soldados, granjeros inocentes, mujeres, niños... todos eran enemigos. Así que, cuando estuvo junto a ellos, no se atrevió a bajarse del caballo. Los dos muchachos sólo bajaron los rifles cuando su superior se lo ordenó.

— Me llamo Sadia —se presentó y les mostró el cartel de busca y captura—. Estoy buscando a este ladrón.

— ¡Ver para creer! —dijo el sargento, y soltó una sonora carcajada mientras guardaba el arma—. ¿No eres un poco joven para ser cazarrecompensas? ¡Vaya susto me has dado! Lo cierto es que no esperábamos ver a nadie por aquí —y lanzó una rápida mirada al cielo—. Pronto nevará. No sería buena idea perderse por esta zona.

Sadia asintió y no dijo nada.

— Hmm... poco habladora, ¿verdad?

— Es un tipo alto y delgaducho, con aspecto enfermizo —le dijo ella tras un breve silencio—. Barba negra y la cara picada de viruela. ¿Lo habéis visto?

— Y directa, ¿eh? —añadió el veterano, sonriéndole—. No, no lo hemos visto. Vamos hacia el norte. Hay un pueblo no muy lejos de aquí. Si quieres podemos...

— No hace falta. Gracias por su ayuda, sargento —espetó ella y picó espuelas para marcharse cuanto antes.

Aún habiéndose marchado, no conseguía quitarse de la cabeza a los dos muchachos mirándola con un odio ciego y visceral. Ella era su presa y aquel viejo entrometido les había robado su momento. Sadia se sentía aliviada de haberlos dejado atrás.

Más adelante se detuvo para otear de nuevo el horizonte y vio una fina columna de humo que se alzaba hacia el cielo. No parecía estar demasiado lejos.

El pueblo estaba en ruinas. Los explosivos habían derruido viviendas enteras y las paredes que todavía se mantenían en pie habían sido decoradas por las balas y la metralla. Allí no quedaba nadie y sólo se escuchaba el gélido viento que se colaba entre las grietas.

Hacia el norteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora