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A la mañana siguiente Theodore se levantó temprano, como era su costumbre, y después de darle un beso en la frente le dijo que volvería a buscarla para comer.

Luna siguió durmiendo, pero cuando despertó de nuevo y miró el despertador comprobó que aún era temprano.

Quedaban muchas horas antes de que Theodore fuera a buscarla y no tenía la menor intención de pasarlas sentada en el apartamento.

Con tantos guardaespaldas, alguno de ellos podría llevarla a dar una vuelta, pensó.

Aunque no sabía dónde ir.

Entonces se le ocurrió algo: siendo Theodore un obseso de la seguridad, alguno de ellos recordaría dónde solía llevarla y las cosas que solía hacer.

Animada, Luna se metió en la ducha y, media hora después, bajaba en el ascensor.

En el portal había un hombre alto y fuerte al que reconoció... Stavros, se llamaba.

—Señorita Lovegood.

—Supongo que Theodore le habrá dicho que... en fin, que perdí la memoria después del accidente.

El hombre asintió con la cabeza.

—Imagino que yo tenía seguridad antes del accidente.

—Yo me encargaba personalmente de su protección, señorita Lovegood.

—Ah, estupendo, entonces a lo mejor puede ayudarme.

Me gustaría ir a algún sitio, pero la verdad es que no recuerdo dónde solía ir.

Stavros sacó el móvil del bolsillo y, después de hablar rápidamente en griego, asintió un par de veces con la cabeza y le pasó el teléfono.

—El señor Nott quiere hablar con usted.

—Por el amor de Dios... no ha perdido el tiempo chivándose, ¿eh?

Theodore soltó una carcajada.

—¿En qué líos te estás metiendo ahora, amor mío?

—Ninguno lío. Sólo quería salir un rato pero volveré a la hora de comer, te lo prometo.

—Disfruta de la mañana, pero ten cuidado y no te canses.

Si vas a llegar tarde dile a Stavros que me llame.

Así podremos vernos para comer sin que tengas que volver al apartamento.

—Muy bien, un beso —se despidió Luna, antes de devolverle el teléfono a Stavros—.

Usted y yo tenemos que hablar sobre eso de chivarse de lo que hago.

—Le aseguro, señorita Lovegood, que ya hemos tenido más de una conversación sobre ese asunto en el pasado.

—¿Ah, sí?

Stavros se llevó una mano al pinganillo que llevaba en la oreja para decir algo en griego y, unos segundos después, un coche se detenía frente al portal.

El guardaespaldas le abrió amablemente la puerta y subió al asiento del pasajero.

—¿Dónde quiere ir, señorita Lovegood?

—No lo sé. ¿Puede llevarme a todos los sitios a los que solía ir antes?

—Muy bien.

La primera parada fue una cafetería a unas manzanas del apartamento.

Stavros y otro hombre de seguridad la escoltaron al interior.

Era un sitio alegre, lleno de gente, y Luna se imaginó a sí misma en un local así.

Falsas TraicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora