Una historia de un cuarto de hospital

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Muchos en la ciudad juraban que Giulia tenía ascendencia italiana y pese a las maneras desprendidas de la gente, Garden Ville era lugar idóneo para escándalos. De cualquier modo, aun cuando la joven vivía sola con su padre de unos cincuenta y tantos, conservaba una discreción que no dejaba de molestar a sus vecinos.  Acaso la envidia iba floreciendo a medida que Giulia entraba en la plenitud de sus años primaverales. Desde luego, había alguien en la ciudad que no fue ajeno en modo alguno, tanto a los chismes sobre la belleza itálica heredada por la futura sirvienta de los Herrera, como a la clase que la joven mostraba en toda circunstancia. Esta persona no era sino el retraído Pablo del Río; hombre falaz cuya única virtud era presumiblemente una férrea consagración a la medicina. Habitaba un modesto palacete heredado de su padre, el doctor Pascasio del Río, quien luego de haber contraído nupcias con una joven procedente de Illinois, empezó a presentar extraños padecimientos que terminaron con su vida. El viejo doctor, que no fue merecedor de la confianza de los pueblerinos debido a que sus métodos de curación eran obsoletos, fue sepultado durante una ceremonia privada. No habían transcurrido tres meses y Pablo anunció el casamiento con su madrastra. Esto disgustó a sus conciudadanos; hecho que no pareció afectar el talante cínico y mordaz del galeno.

En otra ausencia o caso concreto, a Giulia Sattori se la hubiera considerado bruja. La mirada verde solo se enfrascaba en actos tan triviales como al enhebrar una aguja o si las arepas tenían el matiz adecuado cuando Roberto Sattori, su padre, apartaba el diario y empinaba la nariz para que el gato a sus pies lo imitara. Si andaba entre los cerdos y gallinas, al arremangarse el vestido, era un festín demoníaco para un Roberto Sattori que dejaba el habano a un lado y entonces la mente se le llenaba de fantasías incestuosas y la noche le incendiaba el lecho. Por ese motivo decidió dormir dejando par de habitaciones de por medio. De todos modos, era un suplicio sentir los pasos de la hija desplazándose hacia la despensa en busca de un poco de leche; con los cabellos cubiertos por el chal de su madre y el rosario de cuentas negras en el brazo.  

He aquí, la primera vez en manifestársele el malestar fue a comienzos de la primavera de 19... Le sobrevino un decaimiento; algo que en Garden Ville llamaban Mal blanco. Sintió una especie de vahído mientras observaba a una gruesa mujer bordar un chal de Primera Comunión: el Niño Jesús rodeado de tiernas ovejitas se convirtió en una blanca y monótona planicie que, a su vez, se fue transformando en un campo de enormes flores amarillas, semejantes a girasoles. Apenas despertaba, se veía en una casa diferente pero el sopor de la fiebre no le dejaba voluntad para las imperiosas preguntas: ¿Por qué este señor rechoncho todo el día en su butaca roja? ¿Por qué nadie lo busca si algún niño de la comarca sufre un desmayo y la piel se le torna ligeramente verde? Ya en manos de aquel señor de quien no supo siquiera el nombre, se le antojaba solamente danzar en un salón lleno de gente simpática y todos se ponían a celebrarle la poca ambición en esta vida y en una ciudad donde los hombres babeaban por los dólares. En ocasiones, vestida de domingo, la llevaban en un viejo quitrín a ver retozar a los niños o respirar toda la pureza del ambiente en torno a un lago. Entonces, una señora muy delgada, toda encajes y perfumes, se le acercaba con pequeñas tortas rellenas con miel o bombones de chocolate y merengues de distintos sabores. Las chicas a quienes tampoco conocía y supuso que eran parte de la familia de aquel señor de la butaca roja, preferían las pastillas de menta y las sonrisas de jóvenes caballeros que venían con historias de aventuras experimentadas en Madrid o Venecia. Más siempre la devolvían a una cama donde seres de mundos recónditos se empeñaban en hundirla en sueños disparatados para bracear con una rabia desconocida en medio del campo de girasoles.  Afirmaba y confirmaba que podía sentir las manos de los demonios empujándola a las oníricas asfixias de palacios subterráneos y núcleos de esferas calientes. «Un infierno avasallador», intentaba explicarle al viejo de la butaca roja cuya única reacción era vaciar la pipa, rellenarla de nuevo y exponer el rostro a la lumbre endomingada y burlesca. 

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