Aquella montaña de nieve era una ciudad. La muralla de Yoshun brotaba en medio de una planicie extensa y bordeada al norte por cumbres elevadas. Podía distinguirse desde lejos. Sus paredes tenían la altura de diez adultos, uno sobre otro, y eran tan gruesas que resultaba difícil escalar por ellas o romperlas; habían enfrentado a las mejores armas de asedio. Debajo de la espesa capa de nieve, aún quedaban muescas como cicatrices de su historia.
No era extraño que los ejércitos intentaran atacar la muralla. Yoshun era una de las ciudades más importantes de Hou. A ella llegaba la mayor parte del comercio marítimo de los reinos del sur; daba lugar al castillo de la prefectura, así como a las casas y comercios de algunos miles de habitantes. A lo largo de las generaciones, el gobernador designado tendía a rebelarse. Aunque eso no había ocurrido en mucho tiempo. La ciudad había crecido poco a poco en sus años anteriores y, aún con el invierno sobre ella, se mantenía en una actividad constante. Algunos viajeros arribaban en busca de sus prometedoras condiciones y otros más la tomaban como paso hacia el puerto. Seibu era uno de ellos.
Aquella tarde Seibu caminaba hacia la muralla sumergido en el grupo de viajeros que provenía del norte. Pero cada paso era una una lucha feroz contra la naturaleza. El camino de tierra que conducía a la puerta de la muralla crujía bajo sus pies. Incluso el suelo se encontraba congelado; los pequeños brotes de hierba que lo salpicaban se alzaban escarchados y muertos. Para Seibu era mejor que nada. Más allá de la senda marcada por el desgaste, solo se podían encontrar capas y capas de nieve capaces de enterrar a una persona. Llegaba a tal punto que solo caminar sobre aquel terreno habría sido lo último que hiciera.
Aun así, en el camino no se solucionaban todos los problemas. El frío calaba hasta en los huesos y mantenía sus extremidades entumecidas. Si no se cubría lo suficiente, la punta de su nariz empezaba a congelarse y sus dientes castañeaban a cada momento. Eso solo empeoraba el cansancio y el humor del viaje.
—¡Por fin algo bueno de ver! —dijo un viajero que andaba a su lado.
Con gesto irritado, Seibu giró la cabeza para seguir la mirada del hombre. Aún con el viento helado que azotaba con fuerza, una figura se movía sobre el muro. Tenía la forma de un caballo, de melena roja que resaltaba a la distancia. Avanzó tan rápido que desapareció de la vista en un instante. Pero no fue el único. Seibu logró observar a otro par de criaturas entrando y partiendo de la ciudad.
—No hay duda de que Yoshun es una ciudad rica. Incluso en estos tiempos, hasta los kijuu son frecuentes.
El viajero soltó una carcajada que contrastó con el ánimo ensombrecido del resto de la comitiva.
—No existen las ciudades ricas —bufó una mujer cerca de ellos—. No en Hou, al menos.
—Bueno, es mejor que en el norte. —El viajero ensanchó una sonrisa y agregó—: Aunque cualquier cosa es mejor que en el norte por ahora.
—¿Y eso te hace feliz?
—Me hace muy feliz dejarlo.
El hombre volvió a estallar en carcajadas eufóricas. Seibu lo miró sorprendido y se esforzó para apurar el paso. Ya era poca la distancia que los separaba de la muralla.
De alguna manera, lo que más molestaba a Seibu era que él también se sentía bien al dejar atrás a los territorios del norte. Si sus planes funcionaban, en un par de días estaría en un barco que lo llevaría muy lejos de Hou. Hacía mucho que él tendría que haberse marchado, pero viajar era costoso y conseguir dinero cada vez se volvía más difícil. Seibu ni siquiera poseía tierras para vender y ganar algo de ello, aún tenía solo diecisiete años, diecinueve según el kazoe-doshi. Si se hubiera quedado un año más, habría recibido una propiedad por parte del reino. Pero Seibu no podía esperar un año.
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Una fragancia en el viento, el cielo al amanecer
FantasyObra participante en el evento Open Novella Contest