Traficante

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El hombre caminaba con cuidado, intentando no mirar demasiado al suelo. Intentando ignorar a las ratas que corrían bajo los papeles llenos de mierda. En cierto momento, se vio obligado a dar un paso largo para evitar un bulto amorfo en una bolsa negra. El hedor general de la habitación no permitía distinguir olores individuales, pero no le hacía falta hacerlo para saber qué había dentro de la bolsa. Al llegar a la esquina de la habitación, intentó infructuosamente limpiar el piso antes de sentarse. Sacó el cable de su visor y lo conectó a una ranura en la pared.

Cinco pisos más arriba, Daniel observaba a través de una cámara en la pared. En otra de las pantallas frente a él, apareció un nombre y la fotografía de un joven de unos 25 años. Daniel regresó la mirada a la cámara. El hombre sentado en el suelo, aún con media cara cubierta por el visor, aparentaba al menos el doble de esa edad. Sus manos llenas de arrugas temblaban. Su cabello encanecía. Daniel suspiró.

Con un par de toques en la pantalla, envió al hombre la solicitud de pago. Luego de unos segundos, recibió la confirmación y ejecutó el programa.

No era necesario ver los ojos del hombre para notar el cambio inmediato en su expresión. Éxtasis. Satisfacción. Júbilo. Sensaciones que se habían vuelto casi imposibles de experimentar en la vida real. Muchas personas, como Daniel, nunca las habían sentido o habían aprendido a vivir sin ellas. Aquellos que no, gastaban los pocos pesos que podían conseguir en tratar de replicarlas.

***

Era casi medianoche cuando Daniel regresó a casa. La austera habitación de paredes de ladrillo se encontraba iluminada por una pequeña vela electrónica en la mesa de centro. Al fondo, una anciana estaba acostada en una cama, cubierta con más frazadas de las que el clima demandaba. Al escuchar la voz de Daniel, apenas abrió los ojos.

—¿Cómo estuvo el trabajo, mijito?

La mujer tosió al terminar la pregunta y Daniel corrió hacia la cama.

—No te preocupes, mijito —dijo ella cuando por fin pudo hablar. —Nada más es un aire.

Daniel le sonrió, sentado en el suelo junto a la cama. Parpadeó un par de veces para que su visor se aclarara y su madre pudiera mirarle a los ojos. Al verlos, ella también sonrió. De su mochila, Daniel sacó una pequeña bolsa transparente con una cápsula blanca dentro. Se la ofreció a su madre así como un vaso con agua turbia que se encontraba en la cómoda junto a la cama. La mujer volvió a toser.

—Ahora sí, ¿cómo te fue en el trabajo mijito?

—Todo perfecto, mamá. —Se esforzó por sonreír. —Hoy tuvimos muchos clientes.

Continuaron conversando por un par de minutos, hasta que su madre fue incapaz de seguir ocultando sus muecas de dolor. Daniel la ayudó a recostarse y le colocó nuevamente las frazadas encima.

—¿Quieres que te ponga la telenovela? —preguntó él. Su madre asintió. Daniel sacó de debajo de la cama un visor de varias generaciones atrás, aún removible y que no requería conectarse directo a la corteza cerebral. Sosteniéndolo a centímetros de su rostro, navegó a través del menú hasta iniciar el capítulo apropiado. Le colocó con cuidado el visor a su madre quien, al iniciar el video, no pudo evitar sonreír. La anticuada historia de amor de la joven y hermosa sirvienta enamorada del primogénito de sus adinerados empleadores era el único placer que la madre de Daniel aún podía experimentar.

***

Los golpes en la puerta despertaron a Daniel. Sacudió la cabeza, mirando a su madre que en algún momento se había retirado el visor y también se había quedado dormida. Un hombre de unos 50 años vestido de traje lo esperaba en la puerta. Antes de que Daniel pudiera decir algo, el hombre entró y cerró la puerta tras él.

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