Cuando yo era niña, mi abuela siempre me decía: “Sólo las brujas, las verdaderas hijas del diablo se reconocen entre sí”. Ella lo repetía como la oración de un desesperado, también me lo susurró antes de expirar.
Pasados unos meses luego de la muerte de mi abuela, veía cada noche en mis sueños a una mujer muy hermosa con un dragón a sus pies, vestida de blanco y dorado. Yo asumía que era la Virgen María, hasta notar que ella siempre tenía sangre en sus pies o llevaba alguna mancha carmesí en su ropa.
Soñaba con ella cada vez más cubierta de sangre, pero siempre conservando su tranquilo semblante.
Una noche, la encontré engullendo junto a su dragón, a un pobre hombre. Ella me miró invitándome al banquete y al ver que yo no reaccionaba, degolló al hombre y arrojo su cabeza a mis pies. Era mi padre.
Me despertó una llamada de mi padre, quería tomar un café esa tarde conmigo.
Cuando llegué al lugar, dijo que quería presentarme a alguien. La vi llegar, una mujer muy bella, vestía un vestido blanco y un cinturón dorado con un dragón en el centro.
Me saludó como a una vieja amiga.