Capítulo I

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—¡Maldita sea, Kagome! ¡Debes dejar de comer o ya no podré levantarte! —gruñó Inuyasha, dejándola caer al suelo con poca delicadeza. Luego, sin mirarla, saltó a la rama de un árbol cercano y se acomodó allí, de espaldas a todos.

—¿Nos quedamos aquí? —preguntó Sango, algo desconcertada. Estaban tan cerca de la aldea de la anciana Kaede que le parecía extraño detenerse. Mientras tanto, Kagome se incorporaba, sacudiendo la falda de su uniforme escolar con evidente irritación.

—Parece que sí... —murmuró Kagome, con el ceño fruncido mientras dirigía una mirada furiosa hacia el árbol donde se hallaba Inuyasha.

—¿Peleaste con él? —preguntó Sango, con curiosidad.

Kagome negó con la cabeza, suspirando con frustración.

—No sé qué le pasa. Ha sido más grosero de lo normal conmigo, y eso ya es decir mucho.

—Ya sabes cómo es... No te lo tomes tan a pecho. —Sango trató de consolarla, pero Kagome seguía mirando con tristeza hacia donde estaba el medio demonio.

Miroku, siempre observador, intervino en ese momento.

—Señorita Kagome, estoy seguro de que Inuyasha daría su vida para protegerla. Su temperamento... bueno, solo es parte de quién es.

Kagome apretó los labios, intentando no mostrarse demasiado vulnerable.

—Eso no le da derecho a tratarme así —murmuró, cruzándose de brazos—. Sabe cuánto me duele cuando me habla de esa manera.

—¡Tonto perro! —exclamó Shippo, haciendo una mueca exagerada de enojo—. Todos sabemos que estás enamorada de él... menos él.

Las palabras de Shippo hicieron que Kagome se sonrojara furiosamente. Sin embargo, el comentario solo pareció aumentar su melancolía.

—Él lo sabe... —dijo en voz baja, evitando la mirada de los demás—. Pero no le importa.

Suspiró, tratando de calmarse.

—Creo que iré a mi tiempo por unos días. Necesito despejarme.

—Es un buen momento para hacerlo. Naraku no ha dado señales de vida últimamente —comentó Sango, aunque todos sabían que esa tranquilidad no siempre era algo positivo.

Kagome tomó su mochila, se despidió de todos y comenzó a caminar hacia la aldea. Pero antes de llegar, la voz firme y molesta de Inuyasha la detuvo.

—¿A dónde crees que vas? —gruñó, saltando del árbol con expresión de fastidio.

—A mi casa. Hace tiempo que no voy —respondió ella, seca, sin mirarlo.

—No vas a ir a jugar a tu tiempo. Te quedarás aquí.

—¿Y por qué debería hacerlo?

—¡Porque yo lo digo! —espetó Inuyasha, cruzándose de brazos.

Kagome sonrió con ironía.

—¡Abajo!

El colgante en el cuello de Inuyasha brilló, y él cayó al suelo con un estruendo. Sin decir más, Kagome siguió su camino con paso firme hasta llegar al pozo. Allí estaba a punto de arrojar su mochila cuando sintió un leve piquete en el cuello.

—¡Anciano Myoga! —exclamó, apartándolo rápidamente—. ¿Qué hace aquí?

—Disculpe, señorita Kagome, su sangre siempre es tan deliciosa... —Myoga hizo una pausa, como si intentara suavizar lo que iba a decir—. ¿Se irá?

—Solo por unos días. Inuyasha está insoportable.

—Es comprensible, dado su estado.

—¿Estado? —preguntó Kagome, extrañada.

Te amo InuyashaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora