Catorce de agosto de 2032. Volkov interioriza con un acre trago de vodka que acaba de cumplir cincuenta años hace veinticuatro horas.
«Cincuenta años», reflexiona, «son muchos años».
Medio siglo que vagamente se puede identificar como tal. Volkov lleva anclado a una reviviscencia atemporal que se agrava a cada día que sucede a otro, cuyas sombras se llevan cerniendo sobre él desde que Gustabo le relegó a su casi lecho de muerte. Tres tiros casi mortales; tres sentencias de muerte tan palmarias que lo curioso es que el afamado comisario de hielo habite sobre tierra aún. Nota las secuelas. Sus pulmones punzan cada vez que osa emplazarse un cigarro entre labios, estrujándoselos hasta que rompe en esa tos seca y flemática que despierta miradas empáticas. Su corazón no queda atrás. Sigue latiendo –no estaría aquí de no hacerlo– pero su presencia es simbólica. Yace adormecido y se resiente en cuanto el comisario se embarca en sus quehaceres policiales. Apenas aguanta una carrera en velocidad prolongada.
En resumidas cuentas, Volkov interioriza que no es lo que era. Lleva tres tiros, un estado comatoso y doce años demasiado truculentos para considerar que lo es.
Lo único a lo que se aferra para reconocerse a sí mismo es su intangible ritual de vodka y su lealtad inquebrantable a la estela de la policía. Y ahora duda que sean factores de calado, o por lo menos suficientemente considerables. Bebe con irregularidad, apenas se moja los labios los sábados, y lleva infiltrado en una mafia tantos meses que la distinción entre el límite de "ficción" y "realidad" hace tiempo que se emborronó. Las consignas policiales, los juramentos para con la ley, la supervisión estricta, los prefectos inalterables y la voluntad ciega... pulsan débiles en sus prioridades vitales, de hecho.
¿Le apena? Más lo hace auto-forzarse a decir que sí. Su cansancio psicológico es excusa plausible para su férrea moralidad, la misma que años atrás, en cuerpo y alma de un Volkov joven, jamás hubiera tolerado semejante despropósito y descuido no sólo de su trabajo, sino de su persona entera.
Pero los tiempos cambian y las personas con ellos. Volkov no ha sido excepción.
—¡Abogado de mierda!— vocifera un Toni pletórico a Salinas, resquebrajando el mundo casi onírico en el que Volkov se sumergía. Ni los sueños le hacen reflexionar tanto.
De repente, la bruma de humareda inunda las fosas nasales de Volkov, un aroma de nicotina entremezclada con sudor y alcohol lo aterriza en el bar aleatorio que les ocupa los limbos de una noche destinada para diversión pero que se apaga en intervalos. Es un local humilde de paredes descascarilladas, aspecto mohoso, música enlatada y jóvenes atractivas, cubiertas con una máscara de maquillaje que, además, les pone una sonrisa tras el pintalabios carmín. Volkov siente la reconocible sensación de estar siendo enclaustrado a un cuadrado de expectación, a una pantalla desde donde es visto. Pero incluso con la intrusión de ojos en su nuca, orilla su curiosidad y mantiene su vista fija en su vodka.
Bebe otro poco y, colateralmente, el Volkov de treinta y ocho años es encorsetado en su corazón, un desenlace anunciado para una parte de sí que se ahoga cada día un poco más. Su esencia no se ha desarmado en su totalidad porque el Volkov actual no lo ve necesario. Si lo viera, lo haría. Su prisma de comisario de hielo es un sobrenombre invisible, ese que porta sólo por el hacer de los rumores y la fama singular que uno adquiere por situaciones concretas pero irónicamente poco valoradas en un conjunto. Nunca fue tan frío como alegaron –como se expuso, más bien– que era.
—¿No bebes más? Te veo mustio.— le pregunta Anya, su camarada rusa. Se camufla bien en este ambiente, su aspecto no desentona.
"Camarada" es una palabra pretenciosa, demasiado cercana y afable para un hombre como Volkov, renuente de las relaciones intergrupales, pero adecuada dadas las circunstancias. Que le encasillen como "uno más" es sinónimo de un trabajo bien hecho, aunque un antónimo para su rango de comisario. No ser alarmado por esa consideración conduce a su vocecilla interna a maquinar frenética, casi poseída por un ataque de pánico: «¿desde cuándo no te molesta que te traten como un igual?» es la primera pregunta del ausente –¿ausente?– Volkov de treinta y ocho años, que no obtiene respuesta.
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El sentido de todas las cosas - [Volkacio]
FanfictionDoce años después, Volkov y Horacio se reencuentran tras el incidente en la iglesia de Los Santos, chocando directamente con una parte de su pasado que creían enterrada.