Parte 1

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El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia
el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció
inmóvil. El flujo de la marea había terminado, casi no soplaba
viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba
por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea.
El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el
comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos el cielo
y el mar se unían sin ninguna interferencia, y en el espacio
luminoso las velas curtidas de los navíos que subían con la
marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente
triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas.
La bruma que se extendía por las orillas del río se deslizaba
hacia el mar y allí se desvanecía suavemente. La oscuridad se
cernía sobre Gravesend, y más lejos aún, parecía condensarse
en una lúgubre capa que envolvía la ciudad más grande y
poderosa del universo.
El director de las compañías era a la vez nuestro capitán y
nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos con afecto su
espalda mientras, de pie en la proa, contemplaba el mar. En
todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de su aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la
personificación de todo aquello en que puede confiar. Era difícil
comprender que su oficio no se encontrara allí, en aquel
estuario luminoso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la
niebla.
Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte,
el vínculo del mar. Además de mantener nuestros corazones
unidos durante largos periodos de separación, tenía la fuerza
de hacernos tolerantes ante las experiencias personales, y aun
ante las convicciones de cada uno. El abogado el mejor de los
viejos camaradas tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el
único almohadón de la cubierta y estaba tendido sobre una
manta de viaje. El contable había sacado la caja de dominó y
construía formas arquitectónicas con las fichas.
Marlow, sentado a babor con las piernas cruzadas, apoyaba la
espalda en el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez
amarillenta, la espalda erguida, el aspecto ascético; con los
brazos caídos, vueltas las manos hacia afuera, parecía un ídolo.
El director, satisfecho de que el ancla hubiese agarrado bien, se
dirigió hacia nosotros y tomó asiento. Cambiamos unas cuantas
palabras perezosamente. Luego se hizo el silencio a bordo del
yate. Por una u otra razón no comenzábamos nuestro juego de
dominó. Nos sentíamos meditabundos, dispuestos sólo a una
plácida meditación. El día terminaba en una serenidad de
tranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba pacíficamente; el
cielo, despejado, era una inmensidad benigna de pura luz; la
niebla misma, sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de las colinas, cubiertas de bosques, que
envolvía las orillas bajas en pliegues diáfanos. Sólo las brumas
del oeste, extendidas sobre las regiones superiores, se volvían a
cada minuto más sombrías, como si las irritara la proximidad
del sol.
Y por fin, en un imperceptible y elíptico crepúsculo, el sol
descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojo desvanecido,
sin rayos y sin luz, dispuesto a desaparecer súbitamente, herido
de muerte por el contacto con aquellas tinieblas que cubrían a
una multitud de hombres.
Inmediatamente se produjo un cambio en las aguas; la
serenidad se volvió menos brillante pero más profunda. El viejo
río reposaba tranquilo, en toda su anchura, a la caída del día,
después de siglos de buenos servicios prestados a la raza que
poblaba sus márgenes, con la tranquila dignidad de quien sabe
que constituye un camino que lleva a los más remotos lugares
de la tierra. Contemplamos aquella corriente venerable no en el
vívido flujo de un breve día que llega y parte para siempre, sino
en la augusta luz de una memoria perenne. Y en efecto, nada le
resulta más fácil a un hombre que ha, como comúnmente se
dice, "seguido el mar" con reverencia y afecto, que evocar el
gran espíritu del pasado en las bajas regiones del Támesis. La
marea fluye y refluye en su constante servicio, ahíta de
recuerdos de hombres y de barcos que ha llevado hacia el
reposo del hogar o hacia batallas marítimas. Ha conocido y ha
servido a todos los hombres que han honrado a la patria, desde
sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros todos, con título o sin título... grandes caballeros andantes del mar. Había
transportado a todos los navíos cuyos nombres son como
resplandecientes gemas en la noche de los tiempos, desde el
Golden Hind, que volvía con el vientre colmado de tesoros, para
ser visitado por su majestad, la reina, y entrar a formar parte de
un relato monumental, hasta el Erebus y el Terror, destinados a
otras conquistas, de las que nunca volvieron. Había conocido a
los barcos y a los hombres. Aventureros y colonos partidos de
Deptford, Greenwich y Erith; barcos de reyes y de mercaderes;
capitanes, almirantes, oscuros traficantes animadores del
comercio con Oriente, y "generales" comisionados de la flota de
la India. Buscadores de oro, enamorados de la fama: todos ellos
habían navegado por aquella corriente, empuñando la espada y
a veces la antorcha, portadores de una chispa del fuego
sagrado. ¡Qué grandezas no habían flotado sobre la corriente de
aquel río en su ruta al misterio de tierras desconocidas!... Los
sueños de los hombres, la semilla de organizaciones
internacionales, los gérmenes de los imperios.
El sol se puso. La oscuridad descendió sobre las aguas y
comenzaron a aparecer luces a lo largo de la orilla. El faro de
Chapman, una construcción erguida sobre un trípode en una
planicie fangosa, brillaba con intensidad. Las luces de los barcos
se movían en el río, una gran vibración luminosa ascendía y
descendía. Hacia el oeste, el lugar que ocupaba la ciudad
monstruosa se marcaba de un modo siniestro en el cielo, una
tiniebla que parecía brillar bajo el sol, un resplandor cárdeno
bajo las estrellas.

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⏰ Última actualización: Mar 18, 2021 ⏰

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