Melancolía

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Al principio, todo era silencio y vacío total. Unos pequeños toques con olor a ella me mantenían sujeto al suelo, la gravedad no funcionaba conmigo. Una efusión de jardines sabor frambuesa revoloteaba sobre mis neuronas como tropeles de caballos. Su olor era algo parecido a los cerezos en primavera, sus palabras, certeros centellazos de luz ebúrnea que se filtra en las ventanas de mi alma. Sus ojos traslucidos parecían susurrarme historias de desamores y su mirada  rebuscaba cansada bajo la lluvia. Me sentía culpable por hacerle  creer que podía confiar en mí, siendo yo un mísero gato bajo una noche lluviosa.

Era un Enero de esos febriles y desahuciados. Aún seguía vagando por la ciudad, tan marchita como siempre, en busca de su llanto. Su recuerdo era clara guía en este laberinto oscuro de múltiples secretos. Que conste, no lo hacía por amor, este sentimiento era algo más profundo e inerte. Su biblioteca preferida parecía aun tener el mismo brillo de siempre y me sentí cautivado, decidí entrar.

Me vi despersonalizado, hurgando entre páginas descoloridas, tristes y aunque suene a falacia, ahí lo encontré, estampado en la contraportada de un libro sin título. Lo roce en mis mejillas y recordé aquellas noches de desvelo, sin lugar a dudas era su tacto intacto, su piel perfumada con vainilla, casi imperceptible.  Solo faltaba visitar mi eufórica casita y recoger mi último preciado recuerdo.

Dentro de mi habitación, el silencio era ensordecedor. Tome aquella silla que siempre vagaba sin rumbo en la esquina. Mientras me sentaba, miraba el diminuto cofre manufacturado en mis manos oscuras. Estaba lleno de polvo, pero aún mantenía esa esencia que me cautivaba. Decidí que era hora de sujetar la llave con fuerza de voluntad y abrirla, pero como siempre esa voluntad terminó en una depresión inaudita, de esas que sacan lagrimas tan profundas, que surcan senderos en el rostro.

El cofre era quien me sujetaba a mí en ese entonces. Al abrirla, detecte que su pelo negro azabache, ondeado y natural, no parecía ceder ante el destierro que ejercía el tiempo sobre él.  Al acariciarlo por última vez, recordé sus labios rosas, ineludibles como el aire e indescriptibles como sus besos que nunca probé.

Cuando por fin acepte que ni sus labios, ni su pelo, ni su tacto, ni su recuerdo, ni su llanto, ni su mirada, ni sus ojos, ni sus palabras, ni su olor me atrapaban, sencillamente llego a mi recuerdo ella; Ella que los posee todos y cada uno de ellos. Rápidamente sujete mi camisa a cuadros y salí a la parada más cercana. Tome el bus, tenía que buscarla, verla y decirle que la quería junto a mí, que la amaba. El camino se hacía largo y las pupilas rígidas, pero vencí. Llegué.

Estos senderos eran extraños, de una manera u otra emitían sustancia oscura, como la de los sueños perdidos. Precise tomar jazmines y hortensias, lo creí prudente.  A medida que avanzaba sobre el sendero, más sentía que ese sentimiento triste me avistaba que faltaba poco. Tenía la garganta hecha un nudo, y el cuello de la camisa hecho fiasco por las lágrimas que me invadían y no sabía porque. Una brisa fría atravesó mi corazón y paré en seco.  Al leer tu nombre, vi la luz y pude despejar mi memoria. Aún no lo creía y releí tu nombre, estaba desesperado.

Lloré…

Y decidí sentarme a tu lado, para abrazarte y como acto heroico, regalarte mis últimas palabras. Cuando finalicé, deje las flores a tu costado, una corazonada me decía que te hubiesen gustado mucho. Retrocedí con el alma hecha pedazos, lentamente, mientras todo llegaba a mi mente a la velocidad de la luz. En algún rincón de mi alma me sentía feliz.

Y así fue, como en tu tumba, un año después de tu muerte, te declaré todo este amor tardío y me despoje del miedo de amarte, y tiene lógica, puesto que el amor es materia y nunca muere o se destruye, sencillamente se transforma.

Un cuento sombríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora