Epílogo

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A pesar de todo el tiempo que haya pasado, es demasiado doloroso escribir sobre las últimas páginas en blanco del diario de mi hija muerta, pero me siento la necesidad de concluir lo que empezó. No soy el padre de Anna Frank como para publicar el diario de mi hija, simplemente SOY (resaltando el tiempo verbal) la madre de mi Anna, y quiero poner en palabras como siguió la historia que dejó en estas páginas, para cumplirle a ella.  

Este diario lo encontré once años tres meses y seis días después de la muerte de Anna; así que hay bastante historia por contar, no sé si a ella le hubiese gustado este desenlace, pero estoy segura, que de todas formas, lo hubiese escrito aquí.

Empecemos por donde se quedó Anna:

Vamos a omitir lo que pasó entre esa frase inconclusa y el día del entierro, porque me parece una pena empapar este precioso diario con mis lágrimas.

 Su amiga Christine pasó por casa esa tarde, entro a la habitación de Anna, a dejarle su camiseta favorita de regreso, se lamentaba por no haberse acordado de devolvérsela a mi hija cuando pudo. Se detuvo a ver a Sísifo, el maldito hámster que tanto amaba Anna.

-¿Sabes qué? Llévalo, si quieres, a ti te quiere más que a mí –le dije- de todas formas, me sentiría mal teniendo que entrar aquí todos los días para alimentar a este hámster.

Christine se lo llevó, nunca volví a ver ni al hámster, ni a la chica.

 Me pasé el resto de la tarde cuidando de mis tulipanes, aquellos que me regalo Harold (hablando de tulipanes, Anna se hubiese referido a él como el “Tulipán Holandés”). Al día siguiente, le dije que si a Harold, y empezamos a organizar la boda. Nos casamos al aire libre, con pocos invitados, y la presencia de mi hija entre nosotros. Luego de dar el “sí”, nos subimos al auto, y no volvimos nunca.

Harold me confesó que no era un hombre de dinero, ni de buena familia, como había mencionado, que tenía solo lo suficiente, que había dejado su casa porque no había pan para todos, muchas cosas más. No tuvo sentido que me pida perdón, porque lo único que tenia para esos momentos, era él, y no pensaba dejarlo por algo tan simple como eso.

Actualmente estamos viviendo cerca de Ámsterdam, con nuestras dos hijas, Hazel y Lidewij, que esperan con ansias a su nuevo hermanito, Augustus.

Las niñas corren por el jardín, sin saber que llevan puestos vestidos de Anna, sin saber realmente quien fue ella, y sin tener idea de la verdadera razón por la que no está jugando con ellas ahora mismo. Anna, ahora tendría 27 años, un título universitario, sus propios libros publicados, un marido doctor, una hija  llamada Hope y un hijo llamado Nicholas, y claro, un perro que compense la ausencia de su amado Sísifo; todos vivirían en una casa en Sacramento. O al menos ese era su plan, si hubiese ganado esta batalla. Así que hice como si lo hubiese cumplido. Mis pequeñas de nueve  y seis años, están convencidas de que Anna está demasiado ocupada como para venir a visitarnos y que nosotros no podemos ir hasta donde está, que su hermana cumplió sus sueños, tuvo su propia familia, y pudo llegar a ser una gran mujer.

Aunque lamentablemente, la perdimos a sus 16 y medio. No pudo cumplir sus sueños, no conoció a aquel doctor, nunca existieron mis nietos Hope y Nicholas, nunca publico sus novelas, ni sus libros(ni los de lucha contra el cáncer,ni los del cólera), nunca presenció el momento en el que se encontró la cura para la leucemia, nunca pudo terminar el colegio, nunca pudo vivir la vida que merecía tener.

Pero, en nuestros corazones, ella vive, y es todo lo que nunca pudo ser.

Un dolor imperial (Epílogo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora