Prólogo

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Sus pies descalzos y ágiles se movían al ritmo de la calle, el vaivén constante. Para unos, ella era invisible. Para otros, algo diferente en su miserable existencia. El suelo estaba frío, pero ella bailaba y bailaba, de una manera tan exquisita y grácil que parecía no tocar el suelo. Era liviana. Su vaporosa falda se agitaba con cada uno de sus giros y saltos, dándole un aire místico.

El sol no tenía piedad alguna, y sus rayos reflejaban en las rosetas y vidrieras de la Gran Catedral, proporcionando un espectáculo de luces sobre la bailarina. Algunas personas se detenían para deleitar la vista con sus movimientos. Otros, deleitaban la vista con su impresionante belleza. Su piel blanca e impoluta competía con la limpísima pared de mármol del templo. Su cabello largo y rebelde ondeaba al compás del viento, trayendo a la mente de los espectadores la imagen de un fuego crepitando, debido a su color rojo intenso. Sin embargo, la mirada de la chica estaba clavada en el suelo. No quería ver a la gente. A esas personas no le importaba lo más mínimo. Eran ires y venires como las olas del mar en aquella ciudad infinita, a ojos de la muchacha. 

El sol estaba comenzando a perder terreno, y la sombra de la gigantesca catedral a ganarlo. Finalmente, el sol se despidió de las calles de Ikracia con un trágico espectáculo de colores anaranjados y violáceos en el cielo. El manto de la noche iba envolviendo la ciudad con su oscuridad. Y dejó de bailar. Ya nadie quedaba en las calles, y finalmente levantó su mirada del suelo. Debían encontrarse, y desaparecer hasta que el amanecer trajera consigo un nuevo remanso de paz. Recogió el cuenco de sus ganancias del día, y se puso a examinarlas. No eran más que unos cuantos boreales, pero lo justo y necesario para sobrevivir.

Se tapó con la capucha, y comenzó a andar por los estrechos y sucios callejones de la ciudad. De noche, eran los únicos sitios por donde podían andar la gente como ella, Nadies, sin peligro de ser capturados y ejecutados. La iglesia les buscaba y los cazaba, pero era más una caza deportiva que una necesaria. Los Nadie eran únicamente gente sin nada, gente que no tenía a nadie. Proscritos, pobres y prostitutas.

La pelirroja llegó a la esquina donde siempre se encontraba con su compañera. Ella también se dedicaba a bailar durante todo el día. Normalmente, su amiga ya estaría allí. Pero no había rastro de ella por ninguna parte. Unos pensamientos aterradores cruzaron la mente de la chica, pero los rechazó inmediatamente. No podía ser. ¿O si...?

Unos ruidos a su izquierda la alertaron. Eran fuertes pisadas metálicas contra el pavimento. No era solamente una persona. Eran varias. "No puede ser. ¿Que hacen aquí? Nunca buscan por aquí" Escuchó una voz grave de hombre, gritando órdenes a diestro y siniestro. Sobre el muro, veía la luz de las antorchas de los guardias. La muchacha se pegó a una esquina, intentando pasar desapercibida. Su vida probablemente dependía de ello. Volvió a clavar la mirada en el suelo, ignorando por completo lo que estaba sucediendo a su alrededor. En ocasiones oía gritos desgarradores, que terminaban tan bruscamente como habían empezado. "Piensa en otra cosa, piensa en otra cosa, piensa en otra cosa" Pero el único pensamiento que se anclaba a su mente era la idea de que uno de esos gritos podrían ser los de Jack.

No se lo esperó cuando una figura saltó desde un tejado, haciendo ruido con sus botas metálicas al aterrizar. Ella levantó bruscamente la cabeza, clavando su mirada en el hombre que tenía enfrente. La luz era escasa, pero los rasgos de ambos eran distinguibles. Ella se fijó primero en su cabello oscuro y despeinado, y su rebelde y a la vez controlada barba. Sus ojos eran de un tono oscuro y difícilmente reconocible en la oscuridad. Era alto, pero poco más que ella. Parecía varios años más mayor que la chica. Él se fijó en su rostro pálido, en su pelo rojizo y ondulado, en sus pecas. Pero su atención fue atraída por completo hacia los ojos de la chica, ya que no había visto algo parecido en su vida: Uno de ellos era marrón oscuro, como el de cualquier otro humano. Pero el derecho era de diversos colores, siendo azul la zona exterior, y amarilla, verdosa y rojiza la cercana a la pupila. Estuvieron varios minutos quietos, mirándose el único al otro. Sin decir ni una sola palabra. Se escuchó una voz en la lejanía, gritando algo inintengible para la pelirroja. El chico moreno, finalmente se movió. Parecía alterado. 

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? No deberías estar aquí. ¿Por qué estás aquí? Oh, déjalo. ¿Cómo te lla...? —Era como si hablase consigo mismo. Antes de que el hombre pudiera siquiera terminar de formular su pregunta, una voz muy cercana comenzó a gritar. Ambos podían ver la sombra que la luz de la antorcha producía en la pared del callejón, una sombra de hombre gordo.

—Devran, ¿hay algo ahí? —Dijo el hombre desde arriba. Era la misma voz que la joven había oído gritar órdenes a diestro y siniestro al resto de soldados. —¿Quieres que baje? —Preguntó, insistiéndole. Devran le hizo señales a la chica que tenía enfrente para que se pegara a la pared junto a la que estaba, y que se estuviera callada.

—No, que va. Pensé que había alguien aquí abajo, pero resultó ser un gato revolviendo en la basura. Ahora mismo subo, Su Señoría. —Dicho esto, se dispuso a trepar de nuevo el muro por el que había saltado, no sin antes giñarle el ojo a la figura apretada contra la pared. —Vamos, Loki. —La chica no había notado la delgada y peluda figura que había estado en el suelo, junto a su amo. El pequeño hurón se subió con agilidad a los hombros del chico, mientras este seguía escalando.

 —Sydnee—Murmuró por lo bajo la pelirroja, sabiendo que su salvador no la iba a escuchar. —Me llamo Sydnee.


La danza del surDonde viven las historias. Descúbrelo ahora