La siguiente historia llegó a mis oídos de manos de mi prima, pues, debido a su puesto de trabajo, fue testigo en primera persona de los hechos que tuvieron lugar.
Una tarde de verano, tras una cena familiar en mi casa, nos encontrábamos disfrutando de la sobremesa en el jardín, saboreando el calor nocturno de esta época del año y espantando a los mosquitos que se acercaban a las lámparas.
En ese momento, una fuerte tormenta nos hizo resguardarnos en el interior, y un repentino apagón nos obligó a encender varias velas. Para aplacar la inquietud que suscitaba aquella semipenumbra, empezamos a hacer comentarios graciosos e incoherentes.
-¿Os habéis fijado en que no hay chinos con gafas? –dijo mi tío, provocando una oleada de carcajadas.
Mi padre añadió:
-Tampoco hay toreros con bigote, mira tú.
Tras una nueva ronda de risas, llegó mi turno:
-Y, ¿os habéis dado cuenta de que han retirado todas las tabletas de chocolate blanco crujiente de los supermercados?
Y no se oyó ni una sola risa. Por lo visto, nadie allí había apreciado este detalle. Pero yo sí: desde hacía algunos años, las tabletas de chocolate blanco crujiente habían desaparecido de los estantes de los supermercados españoles. Era habitual encontrar chocolate crujiente, o chocolate blanco, pero no había ni rastro del chocolate blanco crujiente. Y a mí, personalmente, me fastidiaba, pues adoraba su sabor.
Tras realizar este comentario, que me hizo sentir algo incómodo ante mi familia, noté que mi prima, desde el otro extremo de la mesa, me miraba fijamente, con un semblante algo airado. Acto seguido, cogió una de las velas y salió del salón, sin decir una palabra, dirigiéndose a mi habitación.
Yo, extrañado ante su reacción, y preocupado ante la posibilidad de haber podido ofenderla, tomé otra de las muchas velas que iluminaban pobremente el salón y seguí sus pasos, mientras la conversación se reanudaba entre el resto de mis familiares, que no reaccionaron ante nuestra ausencia.Al llegar a mi habitación, encontré a mi prima sentada en mi cama, con la mirada perdida en la vela que había depositado en mi escritorio.
-¿He dicho algo que te haya ofendido? –pregunté.
Mi prima desvió la mirada de la vela un par de segundos para mirarme fijamente. Después cerró los ojos.
Me senté a su lado, puse mi mano en su hombro y volví a preguntarle:
-¿Estás bien?
Entonces, mi prima se echó en mis brazos y rompió a llorar.
-No pue… No puedo callármelo más –Dijo entre sollozos.
-¿Es por lo que he dicho sobre el chocolate blanco crujiente?
-Sí. Es por eso. Pero ya no lo soporto más, necesito contárselo a alguien.
En ese momento, se quitó su camiseta de manga larga, la cual había llevado durante todo el día (a pesar del calor) y acercó su brazo desnudo a la luz de las dos velas, mostrando un profundo corte que recorría su antebrazo, desde el codo hasta la muñeca.
-Pero, ¿qué coño?
-Y yo soy de las que más suerte han tenido –me dijo-. Hay gente mucho peor que yo.
-No entiendo nada. ¿Cómo has podido hacerte semejante herida?
Y así, mi prima pasó a relatarme los horrores que tuvo que sufrir, junto a sus compañeros de trabajo, años atrás. He de indicar, llegados a este punto, que mi prima trabaja como enfermera en un céntrico hospital de Madrid, del que, por seguridad, no daré más señas.