Sesshōmaru

110 8 5
                                    


Había provocado a Colmillo de Acero, aquella impresionante espada forjada para asesinar demonios, y ella había respondido. Le sobraban las veces que había visto a su Señor Padre aniquilar cientos de criaturas con tan solo un movimiento, sin embargo no había forma de que Inuyasha pudiera blandirla como era debido a voluntad, eso lo supo desde el momento en que le vio desenfundar. Sin dudas aquel ataque había sido fortuito, aunque debía tener en consideración que sería posible que a partir de entonces aquel cretino comenzase a entender el Viento Cortante.

«Qué desperdicio. ¿En qué estabas pensando, Padre?» Sus memorias viajaron unos doscientos años al pasado.

En la habitación de reuniones del palacio del Oeste, un rostro mustélido asomó por sobre un extenso pergamino desplegado que estaba leyendo. Su interlocutor se mantenía al aguardo de una respuesta, pero tenía en claro que la que él podía ofrecerle no sería de su agrado.

—Me temo que el paradero de Colmillo de Acero, la temible arma creada a partir de uno de los colmillos de su Honorable Padre, el Gran Perro Demonio, es incierto.

Sesshōmaru frunció levemente el ceño, dejando entrever su disconformidad. El kamaitachi, que hacía las veces de escribano para el Señor de Occidente, se disculpó con una reverencia por no poder atender las peticiones de un joven Sesshōmaru. La muerte de Inu no Taishō había sido ciertamente inesperadamente, y la herencia de las atesoradas katanas no había sido esclarecida, al menos para su conocimiento.

—¿Qué hay de aquel sirviente de mi padre? Myōga. Él debe saber algo.

Una voz femenina irrumpió en la habitación del palacio, dando fin a la conversación que se estaba llevando a cabo. El demonio podía adivinar mucho de la disruptora tan solo por el tono de su voz: manos entrelazadas delante de sí con postura erguida, labios prietos y rostro tenso.

—Esa pulga cobarde huyó. O quizás sabe demasiado bien lo que le conviene... De todos modos, no hablará. Él no sabe dónde está la espada.

Volteó para encontrarse cara a cara con su madre, ataviada en un jūnihitoe de tonos lilas. Un collar de perlas con una gran joya azulada, afianzada por un engarce de oro de dimensiones aún mayores, pendía de su cuello.

—¿Acaso tú sí, madre? —inquirió el joven demonio.

—Mi hijo, mi cachorro. Hay cosas más importantes en qué pensar ahora. Tu padre me ha dejado solo problemas para resolver. Es preciso que prestes atención y aprendas, ya que con la muerte de Inu no Taishō tú serás el gobernante de las tierras del Oeste.

El zurco en el entrecejo de Sesshōmaru no hacía más que acrecentarse a medida que Irasue soltaba más y más sinsentidos. Su padre había dominado en Occidente gracias al cuantioso poder que había adquirido, y si él no lo igualaba siquiera ¿cómo pretendía sostener tan grande imperio?

Se mantuvo en silencio. Nunca fueron necesarias las palabras para que ella supiera en qué pensaba su hijo, y esa no fue la excepción. Con expresa indignación, elevóse entonces en el aire, dispuesto a marcharse.

—Tu padre se llevó a Colmillo al perecer. Esa espada ya no está ni en este mundo ni en el otro.

«¿Quiere decir que ya no existe?»

—Hmp —escupió, discorde con las palabras de su madre. Acto seguido emprendió vuelo, en una búsqueda que lo mantendría lejos del palacio durante los dos siglos siguientes.

«Era una pista» pensó el daiyōkai al regresar su mente al presente, tan sólo para verse agobiado por más recuerdos.

Una leve brisa llevó hasta él aquel repugnante olor. Mezcla de sangres, prueba de lo inconcebible.

El Lord del OesteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora