Antonella me gustaba desde que éramos niños. Muchas veces la observaba desde la ventana de mi habitación cuando marchaba camino a la universidad. Ahora ese acto se repetía todos los días desde que mi vecina se encontraba sola. Sus padres decidieron mudarse a las costas de Nápoles a mitad de año y dejaron a su hija viviendo en su antigua casa. Hasta que no terminara sus estudios dentro de seis meses, no podría reunirse con ellos. Muy pronto, la situación comenzó a preocuparme. Antonella se fue consumiendo poco a poco, quedando demacrada, pálida y sin vida. Con una compasión atroz decidí unir fuerzas y ofrecerle mi ayuda.
—Hola, ¿cómo estás? Te veo un poco mal. —Me acerqué al cerco lindero para que me escuchara—. Puedo ayudarte en lo que sea.
—Tengo miedo... mucho miedo. —Mi vecina habló con un rostro de alivio como agradeciendo mi preocupación—. Están sucediendo cosas extrañas.
—Puedes confiar en mí. Dime qué sucede.
—Desde el mismo día que mis padres se marcharon siento ruidos extraños. —El rostro desencajado dejaba claro el miedo que sentía—. Oigo respiraciones profundas que vienen de debajo de la casa, dientes que mastican algo carnoso, y también ruidos guturales.
—Si piensas que te sentirás mejor puedo acompañarte esta noche. —Intenté mostrarme protector y caballero—. Me quedaré en tu casa y descubriremos que es lo que pasa.
Por ese motivo me preparé aquella noche para dormir en el sofá de los señores Lombardi, pero a media noche los gritos desgarradores de Antonella me despertaron sobresaltado. Corrí lo más rápido que pude hacia la habitación de mi amiga, y al encender la luz me encontré con un ser deforme saliendo del respiradero. Su piel era extremadamente blanca, remarcando unas extremidades gangrenadas. Sus ojos rojos sobresalían de unos párpados caídos, que casi se unían a una boca llena de dientes negros y afilados. Aterrorizado, agarré bien fuerte a mi amiga del brazo y salimos corriendo hacia mi casa.
—¡No te preocupes llamaré a tus padres ahora mismo! —Sin mirar atrás saqué el móvil del bolsillo y marqué el número—. ¡Señora Lombardi! Soy su vecino Franchesco, estoy con su hija. Estamos en peligro y necesitamos ayuda. ¡Hay un monstruo en su casa!
De golpe la llamada se cortó, y al intentar marcar de nuevo me di cuenta de que los padres de Antonella habían bloqueado mi número. Me giré lentamente para observar con miedo a mi amiga, pero ya era demasiado tarde para gritar cuando ella me mostró los mismos dientes negros que la criatura que la acompañaba.