IV. El aroma del sol de verano.

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El tiempo se había quedado congelado en el calor abrasador y cruel del verano, mientras el sol calentaba con fuerza la Aldea Oculta de la Hoja. Iruka se había quedado como petrificado de pie, en mitad de la cocina sin decir una sola palabra, cuando Kakashi Hatake se giró sobre sus talones dejando de lado su tarea de reoganizar el desorden que habían provocado en aquel arranque de pasión. Antes de que el ninja copia pudiera decir una sola palabra, el calor del cuerpo desnudo contra el suyo lo embargó, y los brazos fuertes y morenos del más menudo lo rodearon con cuidado. Los rayos de sol puro y claro entraban por las rendijas de los stores, dándole un ambiente ámbar y confortable a la totalidad de la casa de campo que había sido el centro del clan Hatake durante las últimas décadas.

Aquellos iris fuertes, de chocolate y cohetes artificiales, se clavaron en el rostro ligeramente confuso del shinobi de mayor rango, que envolvió al maestro entre sus brazos paseando las yemas de sus dedos blanquecinos en caricias interminables recorriendo su espalda. Y bastó aquella mirada, entre preocupada y radiantemente feliz para que al jounin se le apretara el corazón en el pecho, entre la alegría más absoluta y el terror más sincero que había sentido en toda su vida. Por el dolor de la pérdida, el calor de la redención, lo brillante del amor y aquella felicidad pura y sin cortar que se atoraba en la boca de su estómago de manera impertinente. Aquella soledad, la que había sentido a las puertas de la muerte, parecía haber desaparecido por completo en un rincón de sus pensamientos con el tacto cálido del rostro bronceado y serio del chunin.

El tiempo había pasado, y abandonada su adolescencia los dos habían acumulado más cicatrices en el corazón y la mente que en sus cuerpos. El hombre de cabellos canosos y alborotados miraba a Iruka en silencio. El pelo revuelto y desordenado por su culpa, los labios extrañados hinchados de chocar con los suyos y aquella sonrisa calmada y amplia que le había cambiado la vida. Notó como se le emborronaba la vista, y antes de ser consciente de ello, una lágrima caliente se escurrió por su mejilla izquierda, donde su ojo cerrado no le permitía ver nada. Cuando quiso darse cuenta, lloraba en silencio frente al amor de su vida, como aquella noche de despedida. Sin embargo, un sentimiento pleno, agradable y feliz se gestaba en su corazón, y supo que le daba igual seguir llorando para el resto de su vida si era de la felicidad. De aquel sentimiento puro, casi infantil, y sincero que embargaba su pecho cada vez que el chunin le decía que le quería. El sonido comedido y grave de aquella voz imperativa y amable lo sacó de sus pensamientos, al tiempo que las manos temblorosas y canelas escalaban por su cuello, tanteando y limpiando sus mejillas de los rastros de aquellas lágrimas confusas y sinceras.

- No soy quien para decirte que no te vayas nunca más, pero, por favor, vuelve vivo. Vuelve a casa, Kashi.—El murmullo roto, cubriendo los ojos de chocolate de unas pesadas y traslucidas cascadas entró en sus oídos como un huracán, arrasando con toda la constricción y tensión que la última semana les había forzado a acumular (sobre todo por el hecho de que Naruto y el resto no les habían dejado sentarse a hablar sobre lo ocurrido).—

- Volveré a casa, o a cualquier rincón de esté maldito universo donde quiera que tú estés, Iruka.— Su nombre se perdió en la amplitud de aquel pecho lunar mientras las manos níveas acariciaban aquellos cabellos caobas y desordenados, haciéndole inclinar ligeramente el rostro para posar sus labios finos y temblorosos en aquella frente de cacao en un beso suave y largo porque ni una sola palabra más saldría de sus cuerdas vocales constreñidas por la confusión y la felicidad.—

- Da igual la hora, el día, y el lugar. Porque voy a estar esperándote para siempre.—replicó el maestro dejando que sus lágrimas se descolgaran silenciosas por sus mejillas aterrizando aleatoriamente sobre el pecho amplio de Kakashi que apenas pudo hacer algo más que apretarlo con fuerza entre sus brazos, como para no dejarlo marchar nunca.—

No quiero despedirme de tu aromaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora