John dejó su solitario apartamento en Baker Street para incorporarse al trabajo aquella ventosa mañana de marzo. La primavera estaba cerca y como consecuencia de esto el clima no tardaría en volverse más húmedo de lo acostumbrado, provocando en el médico que la herida de guerra le molestara bastante. La señora Hudson, su amable casera quien a menudo se preocupaba por su delicado estado de salud, tendría que hacerle friegas para calmar el punzante dolor de su rótula. Un trabajo tedioso para ambos, tanto para la pobre mujer que debía pasar el paño por su rodilla con fuerza, como para John, quien no soportaba estar quieto en el mismo sitio demasiadas horas.
Odiaba subir al tube*, pero su economía no le podía proporcionar un taxi hasta Jebb Avenue, estaba demasiado al sur como para permitirse el lujo de viajar en soledad y con las comodidades propias de un lord. De modo que se internó en la boca del metro para tomar la Metropolitan en dirección a Warren Street. Tal y como predijo, aquella ratonera estaba atestada de personas que se aglomeraban impacientes por llegar a sus trabajo respectivos y por poco se equivoca de andén. Menos mal que sus reflejos de soldado aún funcionaban. Y aunque prácticamente todos los días de la semana pasada habían sido iguales para él, uno nunca debía fiarse siquiera de la causa y el efecto porque sin poderlo evitar, estaba a punto de trastocarse todo a su alrededor. No te debes fiar de lo aparentemente repetitivo, pensaba él a la vez que aquel convoy futurista surcaba a toda velocidad los raíles subterráneos.
Ya allí, en el intercambiador de Warren, atravesó cojeando el recibidor y tomó otro tren de la línea Victoria, hacia Brixton, la última parada del trayecto. Suspiró cuando encontró un asiento mullido al lado de una joven en estado y se dejó mecer por el traqueteo del vagón. Ahora solo tendría que esperar media hora más o menos hasta llegar a su destino. Apoyó la cabeza en la ventana que tenía tras él y observó como las primeras gotas de lluvia de la mañana golpeteaban contra el cristal, deformándose, adquiriendo formas que a juicio de John eran bastante terroríficas.
A pesar de que el semblante del doctor solía ser inexpresivo debido a su afán por no mostrar nunca sus emociones más primarias, internamente podía vislumbrar como su alma se deformaba al igual que lo hacían esas lágrimas de cielo en el cristal mugriento del vagón. Un grito que no cesaba en su cabeza, le acusaba de inmoral por haber aceptado el trabajo que ese misterioso empresario farmacéutico, le había ofrecido como último y único recurso a su crisis económica.
Recordaba el encuentro como un vodevil, una pantomima montada de manera meticulosa en el restaurante de la cárcel donde había comenzado su supervisión y en donde los presos, cuidadosamente escogidos, vestían elegantes trajes de camarero para aumentar el caché del local y la comida que servían. John casi se rió en frente de la plantilla cuando se encontró sentado en una mesa del restaurante, porque todo aquello le resultaba ridículo. Un preso debía reformarse con la idea de que más allá de una vida en chirona, tendría la oportunidad de rehacer su propios objetivos como hombre libre, sin estar supeditado las veinticuatro horas del día a una institución sangrante e inhumana. Pero allí no había más que sirvientes de la Madre Patria. Perros sin cerebro, cuya voluntad había sido arrancada para evitar que ese ser violento, a la vez que oprimido por las circunstancias de su crimen y la dureza de sus castigadores, no lastimara a ningún comensal repelente que se hubiese quejado por no haber hecho al punto su roastbeef o que su té de las cinco se hubiera quedado frío. En ese ambiente conoció a Mycroft y a su criatura de dudosa moralidad.
–El Proyecto Sherlock se iniciará la semana que viene. Y quiero que usted sea el encargado jefe que inspeccione el desarrollo del fármaco –concluyó aquel hombre, limpiándose con una servilleta.
–Señor Holmes. –Watson no quería estropear la oferta de trabajo, pero había algo que no le cuadraba–. Debe perdonar mi reticencia, pero veo un problema legal en todo esto. Estudié en la facultad que éticamente está prohibido experimentar con humanos en las primeras fases del desarrollo de un medicamento y éste sólo debe utilizarse para observar su resultado con pequeños roedores de laboratorio. Podría estar violando una cláusula de mi juramento hipocrático, no sé si comprende...
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Shine On You Crazy Diamond (Johniarty)
FanfictionHistoria participante en el foro de Fanfiction 211 Baker Street. Los personajes no me pertenecen y está concebida sin ánimo de lucro.