Parte II

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Entrar a su vieja casa se sintió extraño, pues cuando la dejó pensó que sería para siempre. Ni siquiera recordaba haberla dejado tan ordenada. Vio la mesa vacía, los escasos utensilios de cocina acomodados, las dos camas hechas. En la que antaño fue suya acomodó a los niños, que se removieron un poco cuando les quitó la capa para reemplazarla con una manta. La leñera aún tenía un par de troncos, así que encendió la chimenea antes de jalar una silla junto a la cama para por fin observarlos con detenimiento. Tenían mucho cabello, tan rubio que podía pasar por blanco. Ahora que estaban en un ambiente templado sus mejillas estaban un poco sonrojadas, pero por si acaso los tocó para asegurarse de que no fuera fiebre. Esa noche no durmió. Habría sido entendible que se hubiera desvelado pensando qué haría con ellos, cómo los cuidaría, pero no fue así. No pudo pensar en nada. Sólo podía observarlos, envidiando un poco cómo se acurrucaban el uno con el otro, sonriendo al ver al elegido llevarse a la boca la mano del rechazado, sintiendo las lágrimas saltársele al evocar de nuevo el recuerdo de Syd, preguntándose si ellos también se habrían visto así si les hubieran dado la oportunidad.

Syd…

A la mañana siguiente, antes de que despertaran, tomó el poco dinero que recordaba tener ahorrado y volvió a envolver a los gemelos, esta vez en mantas individuales, para salir rumbo al poblado donde su padre y él solían comprar lo que necesitaban y vender lo que cazaban. Estando fuera le sorprendió lo ligero que se sentía con su ropa de aldeano, ya había olvidado lo que era andar sin la pesada armadura de Alcor. Mientras caminaba por los caminos desiertos practicó su discurso, una y otra vez, hasta llegar a la primera casa del poblado, donde vivía un matrimonio que hacía tres meses que había sido bendecida con un primogénito varón. Antes de llamar ocultó al elegido tras los sacos de cuero que había llevado, rogando que éste no hiciera ningún sonido.

- Gog dag, sepa disculpar mi atrevimiento —saludó al ser atendido. Felizmente, fue la mujer quien abrió la puerta. Podría apelar a su corazón—. Mi esposa ha fallecido anoche y mi hijo necesita una nodriza que lo alimente. Por piedad, ayúdeme. Frigg la tendrá eternamente en gracia si hace esto por mí.

Exactamente el mismo discurso recitó en el extremo opuesto de la aldea, ante un matrimonio que, tras dos intentos, había recibido a la niña que tanto le pedían a los dioses. En ambas casas los bebés fueron recibidos de buena fe, sin pedírsele explicaciones ni pago de ningún tipo. Sabiéndolos cuidados, lo primero que hizo fue volver al bosque, donde buscó lo que anoche había ignorado en su apuro por rescatar a la criatura. En aquel árbol había sido dejada también un hacha. El nombre y el arma son los primeros regalos que reciben los niños asgardianos al nacer. Se preguntó por qué los padres de gemelos se molestaban en dárselos también al hijo rechazado. Dárselos denotaba que estaban conscientes de que esa “maldición” de la que se estaban deshaciendo era tan humano como el hijo elegido, ¡eso los hacía aún más despreciables! Con sus garras la destruyó por completo sin mirar el nombre que tenía grabado en la empuñadura, destruyendo todo rastro de su origen. Ese niño no necesitaba el nombre superficial y carente de significado que dos nobles supersticiosos pudieran haberle dado, había sobrevivido al frío en el que fue abandonado demostrando gran poder y fuerza. Por eso se llamaría Alrek y su hermano Eirík, como los legendarios reyes hermanos que gobernaron en diarquía. En algunos años más mandaría a forjar espadas con sus nombres. Ésas eran armas dignas de ellos.

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Le rendiré tributo a tu muerte con flores blancas y puras.

Eso fue lo que Syd había dicho a Andrómeda en su última batalla, pero era él quien ahora descansaba entre flores de Edelweiss. Bud las había recogido cuando por fin pudo dedicarse a preparar la tumba, armando un colchón para que el cuerpo de Syd no tocara la tierra, y cada vez que iba a visitarlo llevaba más. Las dejaba alrededor de su cuerpo, sobre su pecho, en su cabello. La tumba era un jardín blanco como la nieve, que no dejaba de crecer y que mantenía conservado, al igual que a su cadáver, con el mismo aire helado con el que su hermano intentó darle al caballero de Athena una muerte sin violencia.

Hermanos (Luz)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora