Noche vieja

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Se había despertado hace más de 15 minutos, pero le costaba mover el brazo lo suficiente como para destaparse y salir por fin de la cama. Desde pequeño le habían educado para dormir con la nuca en la almohada, las piernas estiradas y los brazos al costado. Esto era particularmente útil en mañanas como esta, en la que la perspectiva de mirar el reloj digital marca CASIO que se encontraba sobre su mesa de noche, bajo sus lentes cuadrados de luna amplia, era cuando menos difícil.

Escogió en cambio mirar hacia la izquierda, donde el espacio vacío que en otras noches hubiera ocupado su esposa se encontraba apenas desordenado, con una apariencia casi apática que simulaba no haber sido usado en semanas, si bien aún podía adivinarse la forma de un rostro aplastado contra la almohada para quien supiera que había estado ahí hace menos de cinco horas.

Él nunca se quedaba a dormir. Lo sabía muy bien pero aun así no podía evitar fruncir los labios y entrecerrar los ojos cada vez que lo veía salir de la habitación perfectamente vestido y arreglado, como si acabaran de hablar acerca de una encuesta, una portada, un plan.

Era metódico para todo, y disfrutaba que todo saliera de acuerdo a lo planeado. Cualquiera que lo conociera diría que ni su corazón latía sin su consentimiento, y a veces parecía que no daba un paso sin haber planeado los diez siguientes.

Era metódico. A estas alturas conocía bien su ritmo, su intención, sus tiempos. Una, dos tres y más hondo. Una, dos, tres y más hondo. Un movimiento circular, primero en sentido horario; una, dos, tres y otro movimiento en sentido anti horario. Una pausa, ¿tal vez tomando aliento? ¿tratando de pensar en otra cosa? Una, dos, tres otra vez. Un cambio de posición, ahora podía verlo a la cara, pero nunca le devolvía la mirada. Luego su mano, lenta pero decidida. El agarre era firme, como si le estuviera dando la mano a un Almirante; de hecho, era la misma mano que le daba al Almirante.

Era metódico, pero poco a poco se iba descompasando. Le gustaba pensar que era el descontrol apoderándose, ganando terreno, pero le había escuchado decirle a algún político barriobajero que era una vieja lesión de las épocas en la Escuela Militar de Chorrillos. De algo estaba seguro, en esos últimos minutos, cuando los embates eran erráticos y su garganta imitaba involuntariamente los gruñidos retumbantes de un establo en primavera, en ese momento no había una pizca de control en él.

Pero nunca se quedaba a dormir.

Haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, volteó a la derecha y comprobó lo que la luz que entraba por la ventana sugería: 5:35 a.m. A estas alturas, Susana probablemente estaba recibiendo ungüentos para ayudar a bajar el enrojecimiento, pero si era honesto consigo mismo, era casi un milagro que nadie hubiera notado nada aún.

Electroshock, ¡cómo se le había ocurrido! La idea le había resultado casi divertida al principio, pero ahora se daba cuenta de lo cándido de pensar que una boca como esa se iba a quedar cerrada por unos cuantos voltios. Ya era suficientemente malo que todo el asuntito ridículo de las donaciones hubiese salido a la luz, sin tener que estar dando explicaciones a cuanto aventurado se cruzaba por el congreso con ínfulas de Hanshichi; si comenzaban a cuestionar su imagen como padre y esposo modelo, podrían comenzar a cuestionarlo todo.

Aunque tenía que admitir que su hija lo había tomado todo mejor de lo que incluso su diablillo en el oído se hubiera atrevido a imaginar, era una victoria pírrica en su plan de dejar al Benjamín de la familia en el trono. Era claro que la mayor de sus hijas estaba dispuesta a quemar el mundo entero si eso hacía que ella pudiese brillar un poco, pero ese instinto estaba completamente ausente de su heredero escogido y no parecía que educación o entrenamiento algunos fueran a ser capaces de cambiar eso. Algo sí tenía claro, si su chōjo no recibía lo que quería, lo convertiría en un problema para todos, incluso para él, pero no era el momento de pensar en eso.

Hoy era un día celebratorio, habían pasado exactamente dos meses desde que la nueva constitución había sido aprobada apenas con los votos necesarios. En condiciones normales no hubiera considerado proponer siquiera la mitad de lo que había quedado plasmado en lo que sería la nueva alma del país, pero los susurros en el oído lo habían envalentonado. Sus susurros en el oído siempre lograban que dejara la cordura de lado, pero hasta ahora nunca había fallado, podría haber dejado absolutamente todo en sus manos y firmarlo todo a ciegas y nunca hubiera fallado. Los susurros en su oído lo habían llevado hasta donde estaba. Confía en mí. Va a salir bien. Así me gusta...

No. Eso tendría que esperar. Tendió la cama, borrando todo rastro de la noche pasada, y dejó el piyama doblada bajo la almohada. Le esperaba un día de periodistas, cámaras, ceremonias, reuniones y la fiesta de año nuevo. Sabía que ese día lo vería analizando a cada uno de los que se acercaran, con la barbilla alzada y los labios apenas tirando hacia abajo, con la expresión de quien se sabe más inteligente que todos. Ellos no lo conocían, todos creían que le estaban sacando provecho, no sabían nada, no entendían nada. Imbéciles, gañanes y pedigüeños, escamoteando un minuto de su tiempo para ver si acaso lograban un par de monedas más en el bolsillo. Pero eran necesarios, él se lo había dicho y en él podía confiar.

Acomodándose el nudo de la corbata, ya listo para salir a cumplir con su papel, se permitió esbozar una media sonrisa mientras recordaba las tres palabras que había gruñido cuando los temblores terminaron de invadir su cuerpo, tres palabras sólo para él.

El asesorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora