Razón para llorar

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Estaba llorando, seguía llorando, ¿cómo puede alguien llorar tanto?, ¿de dónde vienen tantas lágrimas?, ¿cómo soporta el corazón tantos sollozos?... eran las nueve de la noche, y parecía que todo el mundo estaba ya, encerrado, tras sus puertas decoradas, frente a sus árboles navideños y sus decenas de pequeños focos alumbrando, como luciérnagas roqueras rebeldes. Era posible que en los hornos de cada estufa, estuviera llegando a su punto un pavo relleno; vigilado por un ama de casa, atenta a la tirita marcadora, portando un par de guantes acojinados y sonriendo a su reflejo en el cristal de la portezuela.

Y, yo, llorando. Estaba mirando hacia el parque, no me había enfadado de ver todas las ventanas encendidas por la luz emanada de las habitaciones, con siluetas móviles y voces resonantes. Sonrisas casi perceptibles a la distancia en que me encontraba. La noche había caído hacía un buen rato, y la temperatura con ella. Casi maldecía mi memoria, por haber salido tan poco abrigada. Me envolví entre mis propios brazos, deseando, por primera vez en mi vida, ser un poco más llenita; y es que con mucha dificultad, alcanzaba a cubrir mi pecho, pasando mejor un antebrazo sobre mi abdomen, cubriendo otra porción de mi frío cuerpo.

No podía dejar de llorar. Deseaba tantas cosas diferentes; deseaba haber hecho tantas cosas de otra manera; pero tenía que vivir con lo que estaba ante mí, bueno o malo...o pésimo.

Me mecía levemente hacia delante y atrás, en el columpio, no apropiado para adultos, en que me había sentado; suspirando cada dos o tres veces. Sentía la boca seca y la garganta de ardía, ya no podía pasar saliva, bueno, no fácilmente. Comenzaba a helarse mi cara, así que, con el dorso de mi mano derecha sequé la mayor parte de las lágrimas que empapaban mis mejillas, y el flujo nasal acuoso que les hacía compañía en su descenso hasta mi barbilla.

Ya no lloraba, acababa de darme cuenta. Mis ojos, probablemente, ya no podían con tanta producción de lágrimas; y los entendía. Yo tampoco podía más.

Otro suspiro. No estaba sollozando, era sólo una prolongación del ciclo repetitivo de mi respiración; dejando entrar el aire frío de la noche, y dejando salir un aliento cálido que me hacía más falta a mí que al ambiente que lo convertía en una nube pequeña e intrascendente.

Ahora estaba temblando, titiritaba y mis dientes castañeaban; sería víctima de hipotermia si no decidía pronto qué haría. Era mala con las decisiones grandes e importantes, y ésta, era una de esas. No era el color de mi vestido, o la textura de mi maquillaje, ni el tamaño de mi bolso o el estilo de mi peinado; ésta, sería la decisión más decisiva de mi vida.

Bajé la mano que había intentado cubrir mi abdomen, y la deposité en mi vientre. Sería la decisión más decisiva, de NUESTRA vida.

(Continuará)...

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