Con razón

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El resultado nos esperaba en el escritorio del doctor, cuando llegamos temprano, por la mañana de un jueves casi nublado. Casi, porque había algunas tenues líneas de luz que descendían de entre las esponjosas nubes de color gris. Podría llover, o podría estar soleado; eran ambas posibilidades. Al igual que lo sería el llanto o la risa, después de escuchar el diagnóstico confirmado de nuestro angelito.

Mi mano estaba pegada a la de Noé, sudaba mi palma, y podía sentir como se agregada humedad entre nuestra piel; había intentado zafarme en varias ocasiones, pero él me lo había impedido; lo cual, secretamente, agradecía.

Fuimos llamados por la asistente y nos sentamos frente a ese hombre tan capaz, en cuyas manos nos habíamos puesto desde hacía tiempo, después de las del Creador.

El Doctor Lozano lucía fresco, con una bata inmaculadamente limpia y una camisa de color durazno bajo ella; su rostro no permitía vislumbrar lo que venía. Pero estaba confiada, y reconfortada en saber que fuere cual fuera el desenlace de aquello, contaba con la bendición de una familia maravillosa y un esposo constante y amante. Este bebé no podría venir a brazos más deseosos.

-“Chicos, los resultados llegaron ayer por la tarde. Están claros. Me da gusto verlos mejor, y juntos.”- hizo una pausa casi dramática, y continuó de manera tranquila: “El diagnóstico fue confirmativo para una trisomía veintiuno. Su bebé nacerá con Síndrome Down.”-

Esperé que los cielos cayeran en tormentas eléctricas y lluvias feroces, esperé que la luz se apagara, y las voces fueran enmudecidas. Quizás, esperaba que Noé se pusiera de pie y saliera corriendo a gritos. Esperaba, también, que mi pecho se apretara y mi garganta se cerrara, ahogándome en llanto. Pero, jamás, jamás esperé que en mi rostro apareciera una sonrisa honesta y que Noé jalara de mi brazo para envolverme en los suyos.

Íbamos a tener un bebé. Parecía que en esa singular pieza de información se concluían todos los meses de angustia.

El Doctor Lozano nos miraba con ternura, y algo parecido a la admiración.

-“Bien, pues, manos a la obra. Díganos qué tenemos que hacer, Doc. Lo haremos todo, para que este pequeñín esté bienvenido a su llegada.”- dijo Noé, después de dejarme en mi asiento, para ponerse de nuevo en diálogo con el doctor.

-“Leí que se podía saber el sexo también, en el estudio, ¿verdad, Doctor?”- pregunté, con ilusión evidente.

-“Así es, Amanda. ¿Desean saberlo?”-

Nuestras vehementes afirmativas causaron una carcajada ligera, al hombre frente a nosotros.

-“Pues, entonces, deben saber que su pequeño angelito, es un hombrecito.”-

Salimos de aquel lugar, llenos de un gozo inesperado, pero totalmente adecuado. Tendríamos a un bebé especial, un pequeñín que tendría toda nuestra atención, todo nuestro amor y todas nuestras ganas de vivir. Viviríamos para él, y para nuestros otros hijos, si llegábamos a tenerlos.

Tomados de la mano, caminamos hacia el coche; ya no sudaban, pues los nervios se habían apagado tan rápido como el fuego tras la lluvia temprana. El arcoíris que llevaba en mi vientre, era la promesa de que no habría tormenta que no pudiéramos abatir, como familia.

Pasaron varios meses; mi barriga estaba redonda y juguetona; según los ultrasonidos, el pequeño estaba en óptimas condiciones; su única alteración preocupante era una comunicación inapropiada entre dos de las cavidades de su corazoncito. Sin embargo, se nos habían dado las buenas noticias de que era una patología bien conocida y estudiada; que con corrección quirúrgica oportuna, no causaría gravedad.

Mi corazón de madre se torturaba, al pensar en que sería operado a tan tierna edad nuestro bebé; pero si era necesario, lo haríamos, por él.

Aún no elegíamos el nombre. Teníamos el presentimiento de que lo sabríamos al verlo por primera vez. Había muchas ideas, todos querían opinar; y me encantaban algunos nombres, pero otros me parecían inapropiados para él. Era, como si quisiera encerrar todo lo que era para mí, todo lo que sentíamos por él, en una sola palabra; en un solo nombre. Quedaban tres semanas, para seguir pensándolo. Me habían programado para cesárea porque era mejor para ambos.

Casi todo estaba listo para su llegada, mis familiares y amigos, se habían encargado de abastecernos de absolutamente todo lo imaginable. La cuna la había regalado mi madre; una exageración de ropa de bebé, había sido regalada por docenas de personas; Noé había comprado cientos de pañales, docenas de biberones y herramientas para la comida del pequeño; además de muchos otros regalos. No podía creer la cantidad de personas que estaban contribuyendo a la bienvenida del bebé.

También las había negativas, por supuesto; personas que me preguntaban por qué me había quedado con él, como si viniera defectuoso; algunas que se mostraban felices al preguntarme sobre mi estado, cuya sonrisa se borraba al comentarles su característica especial.

Pero nada ensombrecía nuestra felicidad. Nada evitaba que tuviéramos tardes de largas pláticas de sueños, ni mañanas tempranas porque se movía tanto que nos despertaba a ambos. Nada evitaba que escucháramos sus latidos con ávidos oídos y amantes corazones.

(Continuará)…

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