Non sanctos óleos

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El silencio resultaba ensordecedor cuando conquistaba lugares que en algún momento habían bullido con vida. Plazas de mercado, escuelas, escenarios deportivos e iglesias como ésta, hacía dos meses habían sido una cacofonía de voces y ruidos. Hoy estaban mudos. Toda la ciudad era un ser en silencio, que aguantaba la respiración esperando a que todo pasara.

Era desconcertante y sobrecogedor.

Para él es igualmente extraño verlos deshabitados. Si se concentra, puede visualizar de pie frente a las filas y filas de bancos de madera, docenas de fieles cantando, aplaudiendo y recitando palabras aprendidas desde su infancia. Por Dios, hace un par de semanas los cantos eran tan fuertes que se oían desde la esquina. Él se había acercado por pura curiosidad a observar las siluetas de los asistentes recortadas por los vitrales: niños, hombres y mujeres cantaban allí, vestidos con amor y con empeño.

Ahora la mitad de los bancos han sido retirados. Y la verdad es que no entiende por qué solo la mitad. Este pequeño hecho le parece una muestra de terquedad por la que pronto habrá un escarmiento, consistente en más cajones de madera brillante para acomodar, que harán necesario retirar la totalidad.

Recuerda la presencia de la cruz a sus espaldas, imponente en su sencillez, y siente un poco de vergüenza por el mero hecho de estar allí. Luego recuerda que cualquier resentimiento fue perdonado hace mucho y recupera la tranquilidad. El lápiz de dibujo en sus manos va por la mitad, pero él sigue afilándolo con su bisturí médico, cada corte despegando la madera y el carbón como pétalos petrificados.

Así, con la mirada baja, casi puede sentirlos a todos de pie junto a esos sus últimos lechos, observándolo. No juzgándolo exactamente, sino impacientes por hacerle preguntas a quien ha vivido tanto. No está seguro de tener respuestas, por lo menos no de aquellas que no ocasionan más preguntas. A pesar de lo que piensen quienes dicen conocerlo, él no sabe qué hay tras ese último parpadeo. En ese sentido es tan mortal como cualquiera.

La puerta se abre de golpe. Lucio no necesita levantar la mirada para saber quién es, pero lo hace de todos modos.

El padre Sergio, caminando a trancos dramáticos, se ve lívido de la ira. No solo eso, se da cuenta, sino que parte de su palidez pertenece a la enfermedad. Específicamente, piensa mirando a su alrededor, a ésta enfermedad.

- ¿Ya se rindió, Padre?

Sergio, mellizo de Salvatore (quien eligió un ejército distinto como carrera), tose sobre su manga mientras se acerca y Lucio no puede explicarse por qué esta precaución. No es como si pudiera contagiarlo. Si eso fuera posible, seguramente estaría apoyando las manos sobre sus rodillas, tosiéndole a la cara.

El Padre camina de un lado para otro mientras pasa un ataque de tos, mirándolo por encima de su manga. Es extraño verlo sin su uniforme. Aún tiene su alzacuello, Lucio alcanza a verlo tras su bufanda, pero aparte de eso viste solo unos jeans, una chaqueta escandalosamente amarilla y unas botas demasiado elegantes que no hacen juego. Hace ocho días, cuando aún había gente en el pueblo, mantenía una mascarilla quirúrgica negra, negra y no blanca, porque alguien había hecho el comentario bienintencionado de que también habría podido ser dentista.

Ahora parece que su apariencia simplemente no le importa.

El Padre da un par de inhalaciones y por el sólo sonido Lucio puede ver el estado de sus pulmones.

- Exijo respuestas – el hombre lo señala con un dedo avizor.

Lucio pacientemente pone la tapa a su bisturí y lo coloca en el suelo a su lado, junto con el lápiz.

- Adelante – dice, señalando con la mano a la extensión de la iglesia. – Sabes que nunca he huido de los debates. Todo lo contrario.

Sergio tiene otro ataque de tos y en medio de éste mira a su alrededor.

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