Cuando el último de los Homo Sapiens

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La premisa de este cuentico, era: "¿Qué habría pasado si un hecho histórico crucial hubiera estado imbuido de magia?"

Y éste fue el resultado:


Cuando el último de los homo sapiens echó llave a la única puerta de entrada a la Antártida, no esperaba ver allí a nadie más.

Todo había comenzado el 12 de octubre de un extraño y nefasto año:

Un pequeño grupo de marineros hambrientos, entre los que estaban los hermanos Pinzón y un desesperado de apellido Colón, habían sentido arder la sed de oro al ver a estos hombres pequeños y bronceados, ataviados de pies a cabeza en placas doradas punteadas con brillos verdes, rojos y azules de unas piedras preciosas que relucían en cantidades indecentes. Sus pechos sin pezones y abdómenes sin ombligo no les habían significado nada.

Para su contraparte, adoradores de la Serpiente Alada, el olor a mamífero había provocado no sed, sino hambre.

Millones de años antes, en algún lugar de un mundo cuyo contorno apenas había alcanzado su forma definitiva, un primate que arrastraba los nudillos había comenzado a erguirse con movimientos que le eran cada vez más familiares.

En otro lejano lugar, una sequía había matado la presa por excelencia de un reptil enorme, que se había arrastrado más al sur buscando la supervivencia hasta encontrar la fuente de una poderosa proteína en un insecto endémico de una pequeña isla plana y oculta por rocas.

Y ocultos habían permanecido los descendientes de los enormes reptiles, hasta ese 12 de octubre cuando conocieran a estos parientes pervertidos por la sangre caliente, exaltables, con un muñón de lengua fusionada y aparentemente ciegos excepto cuando era intenso el calor del sol o del fuego.

Los homo serpens, como los bautizara siglos después una comunidad científica horrorizada, habían estado por demasiado tiempo escasos de presas, diezmando sus reinos en batallas del hambre. Pero al ver esas tres embarcaciones oscilando sobre un mar calmado, sus líderes habían pensado con la calma de su sangre fría que si uno solo de ellos podía hibernar, entonces todo su reino podía también aguardar años o décadas si era necesario, a que más presas descendieran del norte.

Y esto habían hecho. Y antes de que sus Majestades tuvieran la noticia de que sus enviados habían sido devorados, habían aprendido a leer sus letras, su cartografía y manejar sus instrumentos de navegación. Un par de siglos, quizá, había durado su expansión en forma de acercamientos pacíficos o aterradores, diplomáticos o mercenarios. Los homo serpens no habrían imaginado en el término de su existencia que tanta tierra pudiera pasar bajo sus vientres.

Y bajo sus vientres pasaron también siglos y siglos. Y aunque claramente un mamífero no tenía ventaja alguna frente a un reptil de su constitución y letalidad, había sido admirable cómo lo habían intentado, con qué astucia y perseverancia.

Pero la especie diezmada había súbitamente hecho un hallazgo: el frío intenso ralentizaba y hasta mataba a esta especie predatoria. El clima frío era seguridad, era la respuesta. Cuando el mercurio golpeaba bajo cero, los sanguinarios colonizadores entraban en una hibernación inevitable, cada una de las funciones de su cuerpo descendiendo hasta lo mínimo, esperando el calor de un verano que en ciertas partes del mundo simplemente no existía. Por eso pululaban en sus climas tropicales, por eso sus máquinas escupían gases tóxicos que calentaban el planeta y por eso habían vuelto el pasto de los continentes fértil con la sangre. Pero donde había nieve, los mamíferos perduraban. Y el último de los homo sapiens creció viendo a los expertos refugiarse en esa certeza y en la esperanza de que, quizá, si la evolución no había transformado a estos depredadores en quinientos ocho años, no iba a cambiarlos en unos cuantos más.

Por eso, cuando el último de los homo sapiens echó llave a la única puerta de entrada a la Antártida, no esperaba ver allí a nadie más.

Pero allí estaban.

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⏰ Última actualización: May 20, 2021 ⏰

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