Colombia.

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Estuve desde ya un par de meses, tratando de desvelar ese extraño código que Dylan había dejado al final—«re eltos seguimien planta ais»—, justo cuando creí que la despedida de Terence Terrier era lo último de su diario. Tal vez debería haber hecho algo que no hice desde un principio: Mostrar cómo fue que conseguí esa primera parte del diario. Decidí reservar esa historia para mi mismo porque, la verdad, no parecía necesario. Sin embargo—y al igual que Dylan— me propongo a mantener una cronología para no confundir mas al lector de lo que seguramente estará por el anagrama.

En el mes de agosto de 2020, emprendí vacaciones hacia Bogotá. Allí mis familiares y yo, íbamos a pasar unos dias en una cabaña rentada. No considero necesario decir cuántas cosas sucedieron en mis vacaciones, pero hay algo que sí mencionaré En mi país natal me moría de frío con 20°c y en días nublados solía haber entre 16 a 19°c, por lo que era común verme con chaqueta mayor parte del tiempo.

Cómo sea, recuerdo que una noche eran casi las doce. Me levanté primeramente para ir al baño e ir a tomar un vaso con agua, y así fue. Me quedé un rato en la cocina con algunas luces encendidas. Me dio por asomarme por la ventana a contemplar el silencio que había. Me quedé curioso, viendo cómo pasaba un perro. «Quizá se trata de un callejero», pensé. Pero lo miré un poco más de cerca y fruncí el ceño. Parecía un perro doméstico. Esto lo digo por dos razones: Primero, porque su pelaje no lucía tan despeinado, ni su cuerpo lucía desnutrido. Segundo, porque notaba que cargaba un collar. No estaba muy seguro de que clase de raza era en aquel instante, y lo cierto es que no me interesaba mucho ese detalle en un principio. Pero ahora que lo escribo, después de haber leído el diario de Dylan, me hubiera gustado saberlo. El perro reparó en que lo estaba viendo desde una ventana. Se le veía confundido y sin pensarlo dos veces, soltó un objeto que tenía entre sus dientes, me miró unos segundos y se fue. Ignoraba en aquel momento si era que intentaba decirme algo, pero la verdad lo dudaba muchísimo. Igualmente la curiosidad me terminó ganando y sabía que si lo intentaba buscar por la mañana, alguien más se lo encontraría y se lo llevaría. Lo cierto es que saber que era lo que soltó era necesario... ¡Era necesario!

...

Me las arreglé como pude para poder tomar las llaves, con el menor ruido posible y rezaba para que nada hiciera ningún tipo de ruido. Cuando solté los seguros de la puerta, la abrí, y se escuchaba como rechinaba fuertemente. Me quedé un rato en silencio, pensando en que hacer. Abrirla lentamente no era una opción, pues seguiría produciendo el sonido hasta que alguien más despertase. Suspiré y abrí la puerta rápidamente. Para mi sorpresa, solamente pude sentir una ligera brisa, pero no se oyó nada. Coloqué un objeto—no recuerdo qué, pero no considero necesario mencionarlo— para que no se cerrara y pasara la noche afuera. Miré a ambos lados para ver si había alguien más. Solo éramos el objeto que dejó caer el perro, el frío viento de la media noche y yo. Me apuré a tomar el objeto, lo guardé en el bolsillo de mi chaqueta y volví a entrar a la cabaña, repitiendo el mismo proceso de la puerta. Cuando lo saqué de mi bolsillo vi lo que era: Un USB. Por un momento creí estar enloqueciendo. ¿Un perro entregándome un USB? Y es que decir que era algo extraño no era suficiente. Claro que en este punto yo ya sé de quién se trataba, pero prefiero que sea el propio lector quien se vaya dando cuenta. Llegó la mañana e inmediatamente decidí encender la computadora más cercana, con el fin de ver de qué se trataba. Y, como si lo de la noche pasada no hubiese sido suficiente, el USB solamente tenía un archivo en formato .txt, titulado «abrir». Obedecí a esa simple palabra, y me sorprendí un poco al ver lo que decía: «ENTRADA DEL MULTIPLAZA BOGOTÁ 17:00 HORAS 13/08/20». Lo curioso es que, esa mañana era 13 de de agosto del 2020.

...

A decir verdad, estaba escéptico. No se me hacía tan lógico que un perro en la noche viniera y me dejara un USB, para decirme que lo reencontrase en un centro comercial. Se me pasó por la mente si es que se trataba de un perro mensajero. Quizá había venido de parte de una persona, pero ¿De quién? O ¿Por qué esta tal persona se fijaría en mí? Si era realmente una persona, ¿será que me habría seguido hasta la cabaña en la que estaba pasando mis vacaciones? Dejé de hacerme aquellas preguntas, tratando de pensar en cómo ir a aquel punto de encuentro. Lo cierto es que ningún amigo mío vivía en Bogotá, por lo que no podría usar la excusa de: «Fui con unos amigos». Mucho menos podía ir por mi cuenta. Lo único que estaba a mi alcance era tratar de convencer a mis familiares para ir. Por suerte accedieron después de unos pocos intentos. Lo que si me costó fue tratar de convencerlos para ir y llegar justo a las 17 horas. Pero el caso es que a las 16 horas con 30 minutos emprendimos yo y mis familiares un viaje hasta el Multiplaza Bogotá.

G-12 (Tercera Parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora