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Ji-eun y yo seguimos saliendo juntos más de un año. Nos veíamos una vez a la semana (además de los domingos, por su padre, en taekowndo) e íbamos al cine, a estudiar a la biblioteca o, si no teníamos nada que hacer, paseábamos sin rumbo. Pero, en lo que se refiere al sexo, no llegamos hasta el final. En ocasiones, cuando mis padres salían, la llamaba y ella venía a casa. Nos abrazábamos sobre la cama. Eso ocurría unas dos veces al mes. Pero, aunque estuviésemos solos, ella jamás se desnudaba. Decía que no sabíamos cuándo iban a volver, ¿qué pasaría si nos encontraban desnudos? En ese punto, ella era muy precavida. No es que fuera apocada. Pero la idea de verse envuelta en una situación indecorosa la superaba. Así que yo siempre tenía que abrazarla vestida, introducir los dedos entre la ropa interior y acariciarla como buenamente podía.

—No corras —me decía cada vez que yo ponía cara de decepción—. Aún no estoy preparada. Espera un poco más. Por favor.

A decir verdad, yo no tenía ninguna prisa. Sólo estaba, y no poco, confuso y decepcionado por varias razones. Ella me gustaba, por supuesto, y le estaba agradecido por ser mi novia. Si no la hubiera conocido, mi adolescencia habría sido mucho más aburrida y descolorida.

Era una chica honesta y agradable que caía bien a la mayoría de la gente. Pero difícilmente podía decirse que nuestros gustos coincidieran. Creo que ella apenas entendía los libros que yo leía o la música que escuchaba, odiaba la danza porque su hermano bailaba. Por eso mismo no podíamos hablar de todo lo que pertenecía a ese ámbito desde una posición de igualdad. En este sentido, la relación entre Ji-eun y yo era muy distinta a mi relación con Taehyung.

Sin embargo, cuando me sentaba a su lado y le rozaba los dedos, una calidez natural me colmaba el corazón. A ella podía decirle con relativa facilidad cosas que no podía decirle a nadie más. Me gustaba besarle los párpados y los labios. También me gustaba levantarle el pelo y besar sus pequeñas orejas. Cuando lo hacía, ella soltaba una risita sofocada. Incluso hoy, al recordarla, imagino una plácida mañana de sábado. Un sábado tranquilo, despejado, recién estrenado. Un sábado sin deberes, libre para satisfacer cualquier capricho. A menudo, ella me hacía sentir como esas mañanas.

También tenía defectos, por supuesto. Era un poco cabezota en lo que respecta a un determinado tipo de cosas y no faltaría a la verdad si dijera que tenía poca imaginación. Le costaba dar un paso más allá del mundo que le pertenecía, donde había vivido siempre. Jamás se había apasionado por algo hasta el punto de olvidarse de comer y dormir. Amaba y respetaba a sus padres. Sus opiniones —claro que ahora comprendo que es algo muy corriente en una chica de dieciséis o diecisiete años— eran insulsas y carentes de profundidad. A mí me aburrían a veces.

Pero jamás oí que criticara a nadie. Tampoco fanfarroneaba nunca. A mí me quería y era muy considerada conmigo. Se tomaba en serio cuanto le decía y me alentaba siempre. Yo solía hablarle de mi futuro. De lo que quería hacer, de cómo quería ser. No eran, en su mayoría, más que los típicos sueños irrealizables propios de los chicos de esa edad. Pero ella me escuchaba con interés. Y me animaba. «Seguro que serás una persona maravillosa. Hay algo magnífico dentro de ti», aseguraba. Y lo decía en serio.

Era la única persona que me había hablado de esa forma en toda mi vida.

Además, abrazarla —aunque fuera por encima de la ropa— me producía una sensación maravillosa. Lo que me confundía y decepcionaba era que, por más tiempo que pasara, no lograba descubrir en su interior algo hecho especialmente para mí. Podía enumerar sus virtudes. Y la lista era mucho más larga que la de sus defectos. Quizá fuera incluso más larga que la de mis propias cualidades. Pero a ella, definitivamente, le faltaba algo. Si yo hubiera descubierto ese «algo» en su interior, tal vez hubiera conseguido acostarme con ella. No habría tenido que seguir reprimiéndome una y otra vez. Creo que, invirtiendo el tiempo necesario, la habría persuadido de la necesidad de acostarse conmigo. Pero ni siquiera yo estaba muy convencido. Yo no era más que un chico alocado de dieciséis o diecisiete años con la cabeza llena de deseo sexual y de curiosidad. Pero era capaz de entender que si ella no deseaba hacer tener relaciones conmigo, yo no podía forzarla, debía esperar a que llegara el momento oportuno.

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⏰ Última actualización: May 25, 2021 ⏰

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Al sur de la frontera, al oeste del sol •KookV• •Adaptación•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora