1

10 0 0
                                    

Nací el 30 de diciembre de 1995. Es decir: la última semana del último mes de la última década del siglo XX. Algo, si se quiere, digno de ser conmemorado. Ésta fue la razón por la que decidieron llamarme Jungkook («Pilar», o algo así, para mi abuelo tenía mucho sentido, no para mí). Pero, aparte de eso, nada de memorable hubo en mi nacimiento. Mi padre me era distante y trabajaba en una importante compañía de valores, mi madre era un ama de casa corriente. Durante la guerra, a mi abuelo lo reclutaron en una leva de estudiantes y lo enviaron al frente, donde, tras la rendición, permaneció un tiempo internado en un campo de prisioneros de "la otra corea". La casa de mi madre fue bombardeada y ardió hasta los cimientos el último año de la guerra. Ambos pertenecen a una generación marcada por aquella larga contienda.

Sin embargo, en la época en que yo nací, apenas quedaban ya huellas de la guerra. En los alrededores de casa no había ruinas calcinadas, tampoco se veía rastro de las fuerzas de ocupación. Vivíamos en un barrio pequeño y apacible, en una casa que la empresa de mi padre nos había cedido. Era una casa construida antes de la guerra, un poco vieja, tal vez, pero amplia. En el jardín crecían grandes pinos, incluso había un pequeño estanque y una linterna votiva de piedra.

Nuestro barrio era el prototipo perfecto de zona residencial de clase media de las afueras de una gran ciudad. Los compañeros de clase con los que trabé amistad vivían todos en casas relativamente bonitas y pulcras. Dejando de lado las diferencias de tamaño, todas tenían recibidor y jardín, y en el jardín crecían árboles. La mayoría de los padres de mis amigos trabajaba en alguna empresa o ejercía profesiones técnicas. Eran contados los hogares donde la madre trabajara. En casi todas las casas había un perro o un gato. Y en cuanto a personas que vivieran en apartamentos o pisos, yo, en aquella época, no conocía a ninguna. Más adelante me mudaría a un barrio cercano, pero que tenía unas características similares. Así que, hasta que ingresé en la universidad y me fui a Seúl, estuve convencido de que las personas corrientes se anudaban, todas, la corbata; trabajaban, todas, en empresas; vivían, todas, en una casa con jardín; y tenían, todas, un perro o un gato. Respecto a otros tipos de vida, no lograba hacerme, en el mejor de los casos, una imagen real.

La mayoría de las familias tenía dos o tres niños. Ése era el promedio de hijos en el mundo donde crecí. Cuando evoco el rostro de los amigos que tuve en la infancia y la adolescencia, todos sin excepción, como timbrados por un mismo sello, formaban parte de familias de dos o tres hijos. Si no eran dos hermanos, eran tres; si no eran tres, eran dos. Se veían pocos hogares con seis o siete hijos, pero menos aún con uno solo.

Yo no tenía hermanos. Era hijo único. Y por eso sentí durante toda mi niñez algo parecido al complejo de inferioridad. Yo era un ser aparte en aquel mundo, carecía de algo que los demás poseían de la forma más natural.

Durante toda mi infancia odié la expresión «hijo único». Cada vez que la oía, era consciente de que me faltaba algo. Estas palabras parecían un dedo acusador que me apuntaba, señalándome: «Tú eres un ser imperfecto».

Que los hijos únicos fueran niños consentidos por sus padres, enfermizos y egoístas era una convicción profundamente arraigada en el mundo en que crecí. Se consideraba un hecho indiscutible de la misma especie que el de que, cuando se sube a una montaña, baja la presión atmosférica, o que las vacas dan leche. Yo detestaba con toda mi alma que me preguntaran cuántos hermanos tenía. Porque, al oír que ninguno, los demás pensarían en un acto reflejo: «Hijo único. Seguro que es un niño consentido, enfermizo y egoísta». Esta reacción estereotipada de la gente me irritaba, y no poco, y también me hería. Pero lo que en realidad me irritó e hirió durante toda mi niñez fue que todas esas ideas fuesen absolutamente ciertas.

En mi escuela, los niños sin hermanos eran una excepción. A lo largo de los seis años de primaria, sólo conocí a otro. Sólo a uno. Por eso me acuerdo muy bien de él. Nos hicimos buenos amigos y hablábamos de muchas cosas. Nos comprendíamos. Incluso llegué a sentir un tierno afecto por este.

Al sur de la frontera, al oeste del sol •KookV• •Adaptación•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora