Síndrome de Cotard

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Síndrome de Cotard (PruAus)

Todo empezó como un día cualquiera. Me había levantado con la sensación de haber dormido plácidamente y estaba bastante descansado para desempeñar las labores cotidianas que debía realizar. Desayuné una taza bien cargada de mi preciado té negro, pastas de mantequilla y delicias turcas que impregnaron mi paladar con un sabor dulzón de rosas y demás flores silvestres. Todo estaba en orden; el servicio se ocupó al terminar yo de desayunar, de recoger la vajilla y las viandas sobrantes. Las obras diplomáticas que tuve que desarrollar ante la asamblea de gobierno, fueron correctas acorde con la situación actual del país y las felicitaciones de mis colegas políticos no se hicieron esperar acompañadas de sonrisas de admiración, muecas de condescendencia o incluso risas de envidia disfrazada a partes iguales. Pero aquello entraba dentro de la normalidad del día.

Lo que ocurrió después fue lo que alarmó a mis sentidos y a mi cuerpo en si. Tras una dura jornada de trabajo,me dispuse a practicar a Chopin, Mozart, Beethoven, Brahms y Schubert entre otros al piano. Pero cuando quise dar los primeros melancólicos acordes del estudio de la tristeza del tuberculoso compositor polaco, un extraño hedor a pútrida descomposición llegó hasta mi pituitaria, haciendo que arrugara la nariz con repugnancia. Quise encontrar el origen de aquel olor tan desagradable buscando por todos los recovecos de la sala de música hasta que me percaté de que provenía de mi propio cuerpo. Asustado palpé mi pecho para comprobar que todo estaba en orden. Pero no sentía mi corazón latir ni el pulso de la sangre fluyendo por mis venas. Fui corriendo a mi baño personal para mirarme en el espejo. El hombre que me devolvió el reflejo tenía los ojos amarillentos y las comisuras de los labios junto con estos negros y amoratados.

La cadaverina dental había devorado sin piedad el carnoso tejido de mi boca. Parte del pelo se había vuelto blanco y percibí calvas a los lados del cráneo. Levanté las manos y comprobé que estas también habían sufrido el efecto de la descomposición; las falanges se marcaban por encima de la grisácea y mustia piel, y las uñas crecían largas y retorcidas sin ningún tipo de cuidado. Mi pecho subía y bajaba producto del terror que sentía al verme reflejado en el espejo pero no sentía el aire entrar o salir de mis podía simplemente aceptar aquello, pero ahí estaba la evidencia de que estaba muerto del todo.

–Todos los días tenemos que pasar por lo mismo –dijo una voz tras las cortinas que envolvían la bañera.

Se dibujaba una silueta en la tela impermeable. Parecía estar tumbada dentro del recipiente de porcelana. Con cautela me acerqué hasta la palangana y descorrí la mampara de tela para descubrir al impertinente que se había atrevido a invadir así mi intimidad. Ahogué un grito cuando la albina figura de Gilbert Beilschmidt me observó imitando a modo de escarnio mi aterrado comportamiento. El agua de la bañera cubría su cuerpo a la altura del pecho y empapaba su uniforme de azul prusiano característico. Todo habría sido normal de no ser porque el albino había dejado de existir hacia más de ochenta años.

–No puede ser...

–¿Se puede saber, Dios, que hice en vida para que se me castigue de esta manera? –dijo el prusiano mirando al techo, como implorándole a su Divina Providencia. Después se incorporó en la bañera y me miro fijamente con gesto de desesperación–. Estás muerto. Fiambre. Pasto de los gusanos. No sé qué no puede ser, está más claro que el agua.

–No puedo estar muerto... Acabo de hablar con los del Congreso. He desayunado pastas de mantequilla...

–¡Por Dios! ¿No te das cuenta? Siempre haces todas estas cosas hasta que llega esta hora y vienes aquí para observar tu putrefacción. Después yo te repito por enésima vez que estás muerto. Y tu te sorprendes, te pones a llorar y te tiras por la ventana. Así una y otra y otra y otra vez más. Mi condena es ver como te destruyes en bucle.

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