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Little Invisible Shoes

                                                               

Frambuesas, manzanas, ¡sandías, duraznos! Un gatito de adorables grandes mejillas observaba a su alrededor con asombro, sin poder creer la variedad de colores que había en el lugar. ¡Y tanta gente! Ojalá pudiese entender tantas palabras a la vez; pero, aunque no fuese así, las personas parecían tan animadas comunicándose, que él deseó formar parte del bullicio aunque sea hablando al aire.

El felino sujetaba la mano de su madre, pero ella no se dio cuenta de cuando éste la había soltado; más rápido que un rayo, se escabulló de los guardias y se perdió en la multitud. Miraba maravillado a su alrededor, hacia el cielo y hacia el suelo, ¡todo era impresionante! Y aunque no era la primera vez visitando el sitio, después de muchos meses, tras insistir tanto, finalmente había acompañado a papá y mamá a un paseo por el pueblo después de un larguísimo tiempo. Y ahora no podía desperdiciar la oportunidad.

Toda una aventura, como en sus cuentos para dormir, de esos que le contaban sus nanas a escondidas.

De pronto, entre todo ese colorido paisaje de frutas, verduras, objetos y más, un par de orejitas oscuras y unos pies descalzos que se movían con agilidad entre la gente le robaron la atención por completo. El minino, sin perder tiempo, fue directo a su objetivo, aunque el dueño de esas orejas parecía encaminarse rápido hacia algún sitio no muy cerca al conjunto de personas en la feria. ¿Debería seguirlo? Sus orejitas picaban de curiosidad, así que, ¡qué más daba! Tenía que continuar su aventura, sin detenerse, ¡de eso se trataba!

El gatito continuó sigiloso como una pantera, sin siquiera notar cuánto se estaba alejando del mercado donde había llegado primero. Siguió a aquellos piececitos, a paso suave pero firme, hasta detenerse a distancia prudente cuando el de las orejitas negras lo hizo.

Un pequeño lobo tomó asiento sobre una roca, rodeado de tierra húmeda de la lluvia del día anterior que todavía no había secado en esa zona y había dejado pequeños charcos por doquier. Se miraba los pies, y se abrazaba a sí mismo intentando protegerse del viento que comenzaba a correr, y refunfuñó por lo bajo recordando las palabras del señor Min cuando le dijo que debía tomar un abrigo antes de salir de casa (o refugio, como el lobito lo llamaba); pero por desobediente, ahora iba a congelarse. ¡Y además, también le faltaban los zapatos! Ah, pero no hubiese podido dar un solo paso más con lo maltratados que estaban sus únicos zapatitos... La lluvia los había terminado por desgraciar en el último invierno y había sido sorprendente que siguieran protegiendo sus pies por unos meses más.

Ah, suspiró, ese movimiento en la tierra mojada; ¿cuánto tiempo más iba a esconderse, quien sea que se esté ocultando tras ese gran árbol? ¿Quién podría haberlo seguido hasta allí, tan lejos?

Y el gatito, moviendo sus blancas y suaves orejas, no pudo evitar seguir mirando con curiosidad aquellos pequeños pies que trataban de cubrirse entre sí. No perdió el tiempo, se acercó sin temor alguno, como llevado por el viento. El dueño de aquellos pálidos pies descalzos y con manchas oscuras por la suciedad miró con el ceño fruncido al gatito cotilla. ¿Acaso ese gato no tenía algo mejor que hacer, como para seguir mirándolo y burlándose de él con tal descaro? ¿Quién se creía que era?

—¿Y tus zapatitos? —El minino alzó la mirada, pestañeando con inocencia—. ¿No tienes frío?

El pequeño lobo tensó su mandíbula, y se cruzó de brazos.

—Son invisibles.

El gatito amplió los ojos y su boquita se abrió con sorpresa. ¿Invisibles, dijo?

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