Prólogo

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La luz entró por la ventana de Fyodor aproximadamente a las 6:50 a.m de un 23 de febrero. Él no pareció darse cuenta de que ya hacía alrededor de diez minutos que sonaba su despertador.

— Mierda— murmuró por lo bajo y aún con los ojos cerrados—¿pero que hora se supone que es?

Fue en el mismo momento que vio que la pantalla de su despertador electrónico marcaba las 7:03 que se dio cuenta de que día era hoy. Cuando se acordó de eso, saltó de la cama poniéndose los primeros pantalones que pilló y bajo a desayunar sin camiseta y todo despeinado.

— Joder, mamá. Podrías haberme despertado.

Pero entonces recordó que su madre le había dicho tres o cuatro días atrás que no podría ir a despedirle ya que estarían ella y su padre en el campeonato de patinaje sobre hielo en el que participaba su hermanita menor. Citando palabras textuales, le dijo esto:

"Lo siento muchísimo, cariño, pero yo y tu padre no podremos estar allí el día que vayas hacia España. Ya sabes que tu hermanita se ha estado preparando durante mucho tiempo para este campeonato y nos ha parecido buena idea ir a verla. Recuerda dejarlo todo cerrado, las luces, la calefacción y la tele apagadas, las llaves escondidas, tu habitación ordenada y si puedes nos harías un favor si pudieses barrer el salón y la cocina. Recuerda que Tere no vendrá esta semana a limpiar, así que si pudieras hacerlo te lo agradeceríamos un montón tu padre y yo.

Sabes que te queremos mucho,

Tu padre y tu madre.

Pd: llámanos cuando llegues y no te olvides de cerrar la puerta con llave."

— Блядь— dijo entre dientes.

Era gracioso— y triste a la vez— que aun que sus padres no estuvieran ahí, le mandaban a hacer todas las tareas de la casa. Recuerda que cuando nació su hermana, él solo tenía cuatro años y le enseñaron a barrer, fregar, quitar polvo, poner y quitar la lavadora y la secadora, fregar los platos, limpiar los coches...
Tenía cuatro años y ya hacía lo mismo que un adulto de cuarenta. Es por eso que nunca tuvo demasiados amigos, siempre estaba ocupado haciendo lo que le mandaban porque sus padres estaban "ocupados" con su hermanita. Siempre era ella.
Fyodor se pone a recordar por un momento y se acuerda de que en navidad, al cumplir los diez años, a su hermana le compraron un móvil de estos de última generación, una tablet para dibujar, unos patines para patinar sobre hielo de la mejor marca, entre otras cosas.
Pero a él solo le regalaron una bicicleta de segunda mano y una camiseta de Nike que aún tenía la etiqueta y pudo ver que costaba el equivalente a 20 €. Con ese dinero se podría haber comprado unas 40 camisetas para igualar el precio de un solo regalo de su hermana.
Pero él no se quejó. Se quedó callado y después lo pagó con sus manos porque no se le ocurrió nada mejor que meterle puñetazos a la pared.
Solo tenía catorce años en ese momento, pero tenía claro que su familia ya no sería como antes. Ya no sería la familia perfecta de revistas. O al menos, no sería con él. Sería con su hermana.

Pero bueno, regresando al presente, Fyodor simplemente cogió unas tostadas de la alacena, prendió la televisión y eligió el mismo documental que hacían cada mañana en un canal local. Trataba sobre la historia del arte, música y folclore español. De aquí el por qué de ir a vivir a España y no a cualquier otro país del mundo.

Lo vio tantas veces, que ya sabía hablar un español casi perfecto. Es decir, no era extraño viendo su lista de idiomas, pero era el que más le gustaba. Él hablaba francés, inglés, italiano, mandarín, japonés, alemán, un poco de vasco y gallego, lo básico de catalán y ruso —como era de esperar—.

Para su familia, el español era solo uno más de estos, pero para él era, para decirlo de algún modo, como su mejor logro. Lo había aprendido solito y solo porque le hacía ilusión.

Cuando terminó de comer, se dirigió al cuarto de baño donde se lavó los dientes, la cara y las manos, se peinó ese cabello castaño tan rebelde que tenía, se duchó rápidamente y se volvió a poner los mismos pantalones de antes. Después se dirigió a su habitación, se terminó de vestir con una sudadera negra básica de Nike, los vaqueros negros que ya llevaba puestos, unos zapatos blancos y negros y sus ya habituales cadenas.

En el momento en que se puso a revisar que lo tenía todo listo y colocado en su maleta, le sonó el móvil y la cara de un chico rubio platinado iluminó la pantalla de su smartphone.

— ¿Qué?— preguntó el sin rodeos.

— Hola a ti también, eh.— dijo el rubio.

— Sí, sí. Habla.

— Estás de mal humor hoy, eh. Bueno, a lo que voy. Me he enterado de que en el instituto al que vas a asistir tiene la opción de matricularse a música como actividad extracurricular. Lo digo porque podrías asistir a clases de guitarra, de pia...

— Sabes que no estoy preparado para eso aún.— interrumpió murmurando de malas maneras Fyodor.

— Yo solo te lo decía.

— Que sí, que sí. Chao.

— Un momento, tío.— hizo una pausa el rubio— buena suerte. Y a ver si te echas novia y dejas de ser el imbécil que llevas siendo desde hace dos jodidos años.

— No la necesito.— dijo Fyodor y Alexey supo que se refería a las dos cosas que le había comentado solo unos instantes atrás.

Y colgó.

Alexey era uno de los pocos amigos que tenía Fyodor. Se conocieron en el colegio a los siete años y congeniaron enseguida. Los dos habían tenido una infancia jodida y se entendieron al instante. Alexey es el único que le siguió apoyando después de todo lo que le pasó. Y él, internamente, se lo agredecía.

Media hora más tarde ya tenía la maleta preparada, pasaporte a mano y estaba por cruzar el umbral de la puerta cuando recordó que se había dejado la televisión y la calefacción encendidas. En ese instante recordó las palabras que aparecían en la nota que le había dejado su madre y esbozó una sonrisa amarga y sin pizca de gracia. Volvió a cruzar la puerta y, al asegurarse de que todo estaba correcto, salió y cerró con llave. Hechó un último vistazo a esa gran casa de fachada gris con grandes ventanales que había sido su hogar por diecisiete años. Fue donde aprendió a hablar, a caminar, a escribir... pero también fue el lugar de origen de muchas de las pesadillas que le atormentaban desde que era un chiquillo. Finalmente, escondió las llaves bajo el azulejo en el que su madre le había ordenado que las pusiera, se giró y llamó a un taxi para que lo fuera a recoger.

Al llegar al aeropuerto de Moscú, pagó al taxista y se dirigió a la puerta que decía entrada. Buscó su vuelo en la pantalla y vio que estaba previsto que saliera a las 12:05, por lo que tenía un márgen de tres horas y media para pasar los controles e ir a comprar algo antes de entrar al avión que, en el preciso instante en el que despegase, le pondría punto y final a una etapa de su vida y señalaría el comienzo de otra.

Se dispuso a pasar por el primer control: ese en el que pasas bajo un detector de metales para comprobar que no lleves armas encima. Para eso se tubo que quitar sus cadenas, anillos y todos los accesorios de metal que llevaba puestos encima.

Después pasó al segundo control: el que pones tu maleta en una bandeja y lo pasan por los rayos-X para asegurarse, una vez más, que no lleves armas que puedan suponer un peligro para los otros tripulantes del avión o para las personas presentes en el aeropuerto.

Después de pasar por otros pocos controles, decidió ir a tomar algo al Starbucks porque era lo que estaba más cerca de la puerta de embarque en la que, en cuestión de minutos, llegaría su avión. Tomó un frapuccino, un croissant y se compró algunas cajas de café de la marca Starbucks.

Poco tiempo después, llamaron por megafonía a su vuelo: "pasajeros del vuelo 3357 con destino a Barcelona, España, diríjanse a la puerta de embarque número 2. Repito, pasajeros del vuelo 3357 con destino a Barcelona, España, diríjanse a la puerta de embarque número 2."

Tomó su maleta con una mano y su teléfono con la otra y se dirigió a la puerta de embarque a paso acelerado. Al llegar, le pidieron la identificación personal y el pasaporte a parte de los billetes, claro. Finalmente, antes de entrar por esa puerta que lo llevaría directo a su destino, suspiró fuertemente y dio una última ojeada a las vistas de una Rusia completamente nevada, sabiendo que, si todo iba como lo planeado, no lo volvería a ver en mucho tiempo.

Ruinas de un corazón rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora