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PRÓLOGO
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❝Demuéstrale que sabes jugar mejor que nadie.❞
Común.
Así comenzó todo, y tanta normalidad debió haberme parecido extraña. Pero decidí que era mejor disfrutarla en lugar de cuestionarla.
Gran error.
Por supuesto ignoraba que mi mundo estaba a punto de cambiar.
Me levanté esa mañana gracias al sonido de la alarma; no tenía deberes ni ocupaciones en la empresa, nada que pudiese privarme de dormir unas horas más, pero estaba tan acostumbrada a empezar mi día temprano que para mí no significó ningún sacrificio. Salté de la cama con un inusual buen humor; una sonrisa gigante se formó en mi rostro al observar a través del enorme ventanal que rodeaba mi habitación la maravillosa vista del río Ness. Eso era lo que más me gustaba de vivir en Inverness, los magníficos paisajes que me hacían sentir como dentro de un sueño aún después de despertar.
Más animada que antes, me di la vuelta dispuesta a encaminarme al cuarto de baño pero algo me hizo frenar. La caja envuelta en papel azul pastel, sellada por encima con un enorme moño blanco, que se encontraba sobre la mesa de cristal junto al sofá me hizo revolver el estómago en tanto mi buen humor se esfumaba en un abrir y cerrar de ojos.
Me acerqué al vistoso regalo como si se tratase de una mera ilusión y no pude evitar soltar una maldición al ver mi nombre en la tarjeta acompañado de un "feliz cumpleaños, cariño".
Mi cumpleaños.
Era mi cumpleaños y yo lo había olvidado por completo. Mi cerebro simplemente había borrado aquel dato, lo había desechado sin miramientos, y si era honesta conmigo misma, no me sorprendía en lo absoluto.
Nunca me había gustado mi cumpleaños, tal vez porque nunca había tenido uno normal. De niña, no recuerdo que simplemente pensar en la fecha me causara emoción. Los obsequios, los pasteles, las llamadas telefónicas y, sobre todo, la gran fiesta organizada por mis padres en la cual mi único trabajo era verme bonita y divertirme, nunca tuve nada de eso. Aunque tampoco es como si me hubiese importado mucho, no podía extrañar algo que nunca conocí por lo que la verdadera razón por la cuál aborrecía hacerme mayor eran las responsabilidades y el conocimiento que se me delegaba.
