Cintia despertó con la visión borrosa. Solo consiguió ver una mancha de color gris claro a lo largo de la periferia. En el momento que su vista se adaptara a la estancia de color deprimente, ve que está en un hospital. Recién levantada, entra una enfermera de facciones sencillas y redondeadas. Aparenta treinta y pocos, y parece bonachona.
― Oh, veo que te has despertado. ―dice alegre y aliviada― ¿Qué tal te encuentras?
― Pues, la verdad mejor. ―dice lo más alegre y enérgica que le permite su estado de convalecencia― No te voy a preguntar dónde estoy, porque lo supongo pero, ¿cuánto tiempo llevo inconsciente, o durmiendo?
― Pues, para el estado en el que te trajeron aquí, relativamente poco. Estábamos incluso a punto de inducirte en coma, pero te recuperaste bastante rápido. Sólo llevas inconsciente dos días. En el estado en el que te encontramos ayer, esperábamos mínimo una semana inconsciente. Ah, y creo que esto es tuyo ―dice antes de girarse y coger de la mesa mi medallón de plata y entregármelo―.
― Gra-gracias ―respondió sobresaltada antes de coger el último objeto que vio antes de desmayarme. Lo peor de todo, es que, teóricamente, estaba en una maleta en el hotel―. ¿Dónde lo encontrasteis ―preguntó curiosa―?
― Es curioso. Por mucho que intentamos quitártelo de las manos, solo nos fue posible una vez estabilizadas tus vitales. Lo estabas agarrando con una fuerza sobrehumana, como si tu vida dependiese de ello ―dice, incluso, un poco nerviosa, como si no fuese lo más común, aunque, en realidad, no lo era―.
La miró, incrédula, y decidió irse, y dejar paso a una compañía que le iba a ser mucho más grata. En la habitación estaban entrando Bianca y Luca.
Hablaron los tres de forma animada sobre todo, excepto de lo que cabría esperar después de encontrar a Cintia en su estado. A cada pregunta un poco comprometida sobre el tema, respondían con respuestas vagas y miradas efusivas.
Cintia quedo sorprendida por la actitud de sus dos mejores amigos, así que intento tocar temas triviales (el inminente inicio del colegio, relaciones personales y parecidos) para intentar olvidar la actitud de sus amigos ante su ignorancia con lo ocurrido respecto a su desmayo.
Se durmió, pasado poco tiempo desde que sus amigos se fueron, después de las horas que había pasado despierta. Antes de dormirse se dijo que todo iría mejor al día siguiente.
Así fue. Recién levantada recibió el alta médica pero quiso quedarse en el hospital hasta la hora de comer. No quería volver al hotel y encontrarse con sus padres, o incluso con sus amigos antes de estar un poco nutrida y con más tiempo para reflexionar.
En el hospital le sirvieron un plato de espaguetis con salsa pesto y un pequeño trozo de bistecca alla fiorentina. Se lo comió todo como cualquier ser humano que lleva sin comer dos días. Al acabar, los manjares le recordaron a su difunta abuela, y las comidas de los domingos con la familia. La nostalgia invadió su cuerpo y su mente durante segundos, antes de volverse a transportar a su mundo de recuerdos.
Se buscó con la mirada. No le costó mucho. Estaba a unos tres o cuatro pasos por delante de ella. Miró a su alrededor y vio que estaba en el hospital. Parecía no haber cambiado con el tiempo. Sopeso que por aquel entonces debía tener unos cinco o seis años. ¡Vale, ya se acordaba! Estaba en la habitación en la que operaron a su abuelo de cáncer de pulmón a los setenta y dos, después de fumar desde los dieciocho. Su abuela estaba al lado del abuelo, sentada en un taburete de madera. El resto de familia relativamente cercana, estaban alrededor de la cama viéndole dormir después de una dura operación de neumonectomía (extracción completa de un pulmón). Según el médico, hubiese sido cuestión de semanas, incluso días que el tumor le hubiese acabado matando. Meses después, los exámenes de regulación detectarían otro tumor que acabaría arrebatándole la vida.
Toda la familia estaba en silencio. Solo se escuchaba el ruido de la ventilación. Era un momento tenso. Estaban enfrentándose a una dura crisis familiar, y todo lo que existía era silencio. Y silencio. Ni palabras de apoyo. Ni esos "todo va a ir bien", que aunque no sean lo más acertado, salen del corazón, y eso es lo que importa. En ese momento, las palabras del corazón no salían al exterior por la censura del cerebro. Y así, seguía un silencio que parecía eterno, y que lo fue.
El mayor de sus hijos había estado enfrentado con su padre durante décadas, y, finalmente, se tragó su orgullo para ver a su procreador evitar el oscuro vacío de la muerte. Pero, una vez allí, solo miró. Puedes estar viendo uno de los pilares de tu existencia caer, pero no eres capaz de aunque sea, pedirle perdón. Ni que sea el aceptar, que esa discusión fue por una gilipollez, pero tú, sigues en las andadas. Puedes conseguir una imaginaria redención. ¿Recuerdas? Puede que lo último que le dijeses a tu padre fue un insulto, y que vuestro último encuentro fuese un frío saludo, pero, qué más da.
Dicen que las dificultades unen a la gente, y esta ocasión no fue la excepción. Dicen que la excepción confirma la norma, pero el corazón no sabe de excepciones, ni normas. El corazón se rige por lo que tu orgullo o tu envidia te han negado. Él te libera de tus pecados, de esos enormes pesos que podrías haber sido capaz de cargar toda una vida por no decir un "lo siento" que tú mismo sabes que le debes. Te tragas tu orgullo, para dar a luz a un resurgido amor.
Se te otorga ese perdón que ansiabas. Esos años llenos de recuerdos, perdidos. Momentos entre nietos y abuelos, esos abuelos que son como nuestro mejor amigo y nuestro padre, a la vez.
Solo naces una vez, vives una vez, mueres una vez, y ahí se queda todo. Una persona llena de recuerdos de lo que antaño fue el mundo, y de lo que ahora es. A saber el número de experiencias perdidas que ha habido. Las escapadas románticas a la luz de la luna en el Egipto de Cleopatra VII, las comidas familiares en la Grecia de los primeros filósofos, Los nacimientos al despuntar el alba en la Florencia Renacentista, y los juegos de los niños en las ciudades mayas, aztecas e incas. Los recuerdos son al hombre, lo que el agua y la comida a la existencia humana: la única razón para seguir viviendo. El pan de cada día.
¿Qué seríamos sin los recuerdos? Una caja vacía, sin razón existencial. Solo existiríamos por el sorteo que es nacer. Seríamos fríos y calculadores. No valoraríamos nada. Ni la existencia, ni los bienes, aunque fuesen materiales. Seríamos como un día gris por un prado marchito, aunque sin lluvia. Existiríamos, pero, ¿para qué? El sentir nos ha hecho prosperar, y, a la vez retroceder. Nos ha hecho descubrir, y a la vez, robarnos los descubrimientos. Un pez que se muerde la cola. Pero, en este caso, al menos existe un pez. Al menos hay algo, y no una existencia llana, sin diferencias, sin variaciones. Ya no es siempre la misma. Hay matices: altibajos, más altos o bajos, pero todos diferentes.
Y ahí estaba el hijo, mirando al padre. Rememorando las partidas de futbol en la terraza del apartamento, y que siempre acababan en la calle para coger el balón que se había caído por culpa de cualquiera de los dos. Hacer una excursión en bicicleta, caerte, hacerte daño y tener que volver a casa corriendo. Volver de tu primera cita y que todo te haya ido mal, y que te esté esperando a las dos de la madrugada porque, simplemente, te quiere. Que sea tu primer día de universidad y que haya hecho cientos de kilómetros solo para verte coger una maleta, recibir unos besos de despedida, unos abrazos cargados de emoción, para, finalmente verte irte y pensar "que rápido crecen".
Revivir esos momentos con tu hijo, pase el tiempo que pase. Darte cuenta de que la historia se repite. Ser feliz. De tal palo tal astilla, te dices. Pero, por mucho que caigas o caigan, sabes que, de las cenizas renace siempre el fénix.
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De cara al pasado
Ficción GeneralCintia va de vacaciones a Florencia, su ciudad natal, donde descubre que su abuela ha muerto de una enfermedad única en el mundo. Recibe en herencia un medallón que perteneció a su difunta abuela. El medallón tiene la capacidad de revivir escenas pa...