Respiré hondo. Peter se removió incomodo. Admiré sus ojitos cerrados. Dormía.La nieve caía sin descanso. Miré al cielo suplicando que se detuviese. Cada vez se hacía más difícil caminar.
Caí al suelo. Peter me observó pero no lloró. Deposité un beso en su mejilla caliente.
Estaba cerca de encontrar a Marco. Lo sentía.
Una sombra caminó hacia mí. Parpadeé al dislumbrar la cabaña.Oraba en mi mente mientras suplicaba a Dios fuerzas para levantarme. La tormenta me aturdía.
La sombra llegó hasta mí. El miedo me invadió. Logré ver su rostro. Jadeé de horror.
La mano grande y callosa agarró mi brazo arañandome. Me obligó a levantarme. Era el padre de mi esposo Marco. De quién huimos.
Abrió la puerta. Me obligó a entrar tras empujarme brutalmente. Logré frenar la caída con mis manos. Peter no lloró. Agradecía a Dios que no se hubiese hecho daño.
—Vida mía —murmuró Marco con la voz quebrada.
Cuando levanté mi mirada pude ver a mi esposo en la esquina contraria.
Su rostro estaba ensangrentado, su ojo derecho no se veía por el enorme morado sobre él. Su labio partido apenas se movía.
Me miró con calidez, con anhelo.
Su padre se interpuso entre ambos.Intenté levantarme pero la mano me lo impidió golpeándome en el rostro.—No te muevas
—No debiste venir — dijo mi amado, solo tiene ojos para mí. Me rompí.
Llevaba tanta ropa que deseaba que el abrigo cubriese el cuerpo de Peter. Me agaché escondiéndolo.
Recordé mi huida con Marco.
Cuando nos conocimos acabábamos de cumplir la mayoría de edad. Él amaba a Dios pero sus padres estaban en contra de ello. Odiaban cualquier atisbo de religión.
Nos enamoramos. Su padre amenazó con matarme. No aceptaban una cristiana.
Nos casamos y huimos a las montañas.
Crecimos. Maduramos.
Quedé embarazada de Peter. Aquí nació y creció. No cumplía el año.
Fuimos muy felices, cada noche leíamos la Biblia a la luz de la lumbre. Cada amanecer cantábamos alabanzas.
Esperábamos que con los años calmada la tormenta, pudiésemos volver.
Pero acababa de descubrirnos. Y nada había cambiado. El odio era fuerte. La paliza que le había dado a Marco lo demostraba. ¿Por qué no se había defendido? Era mucho más alto y grande.
Mi esposo intentó acercarse.
—Quédate quieto si no quieres que ella acabe peor
—No nos ocurrirá nada. Dios nos protege —hablé.
El hombre agarró el cabello de mi esposo que solo me miraba sin pronunciar palabra. Acercó un cuchillo a su cuello.
—Ahora veréis tú y tu Dios como acaba esto . Él dejó de ser mi hijo desde que se dejó convencer por tus locuras.
—Yo no hice nada.
El cuchillo rozó el cuello del amor de mi vida. Ahogue un grito. Sus ojos me miraban con determinación, con convicción.
Si muero, cariño, no llores. Estaré en el cielo esperándote
Me dijo el día que nuestro niño nació.
Quería gritar cuando la sangre corrió pero estaba tan bloqueada que no pude.El llanto suave de Peter atrajo la atención de nuestro agresor y el cuchillo cayó.
—¿Qué es eso ?
No contestamos. Marco me miró con cariño tocándose la herida del cuello. Era superficial.
Peter volvió a sollozar más fuerte.
Amor por favor no llores. Quédate tranquilo
El hombre se acercó a mí. Apreté el cuerpo de mi bebé. Todo menos él.
Agarró mi brazo y me levantó. Vio al niño.
Marco intentó levantarse pero el puño amenazante sobre el cuerpo del bebé lo detuvo. Un golpe podría hacer mucho daño.
Mi esposo se quedó quieto observando la estancia. Vigilante. Vio el arma en el suelo.
Mi suegro agarró el cuchillo antes de que él lo hiciera.
Reprendía en mi mente. Suplicando la ayuda de Dios.
Con el cuchillo cortó la tela que me unía con mi hijo. Grité pero me lanzó sobre mi esposo. Alejándome de mi pequeño. Sollocé entre los brazos de Marco.
Él quiso levantarse pero apenas podía moverse.
—Amor. Lo siento
El anciano miró el rostro del niño y nos observó a ambos.
—¿Es tuyo?—preguntó a Marco.
—Sí.
Peter observó a su abuelo como todo un valiente, con tranquilidad. Sin miedo.
Parpadeó con curiosidad. Mi suegro tiró el cuchillo y comienzó a llorar.
Se arrodilló en el suelo con mi bebé entre los brazos.
—Dios es real— repetía una y otra vez.
Miro a Marcos con los ojos cristalizados, confusa pero agradecida.
—Soy estéril —declaró mi esposo.
Parpadeé sin creerlo. Nunca antes me lo había dicho. Acababa de confesarlo.
—Mi padre lo sabía. Desde mi adolescencia los médicos dijeron que no podría tener hijos. Que sería imposible.
Recordé las primeras palabras que dijo cuando le conté que estaba embarazada :
Nuestro bebé será una bendición para el mundo. Dios nos lo regaló para bendecir a muchos
La obra había comenzado.
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Peter [Relato Corto] ✔︎
Nouvelles«Su mirada pura y cristalina derretía mi corazón» Relato independiente