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El firmamento es el primero en advertir de la desgracia y el desconcierto de la niña.
Tarda en reconocer al lugar donde se encuentra, varias sombras danzan frente a sus ojos mientras sus párpados se abren con lentitud. Un espectáculo macabro de tinieblas le da la bienvenida; las máscaras pálidas, con labios que fingen reír o llorar, muestran a múltiples orbes avariciosos y de nuevo su piel sangra, a través de heridas frescas y antiguas cicatrices, a causa de los pares de manos que dicen adorar a su cuerpo.
La niña es el festín, una flor que emerge cada que el cielo se muestra mezquino y elige celar a cada astro perteneciente del cosmos.
Y, durante tres días, los astrólogos no lograron encontrar al futuro en las estrellas, pues desaparecieron como si jamás se hubiesen sometido al anochecer.
Entonces, durante tres días, la flor fue despedazada.
Arrancaron sus pétalos antes de demacrar a su raíz. Hicieron de ella una víctima irreconocible, cuyos huesos fueron quebrados al cortar el tallo de tan extravagante planta.
La niña agonizó en gritos y en silencio también, mientras se preguntaba si esa sangre púrpura era lo que volvía eufóricos a quienes rodeaban su pequeña jaula. Mientras herían a su rostro y lo impregnaban del rastro de sus propios pecados, le decían que ella era muy especial, que en ningún millón de años habría alguien tan amada.
Y se pregunta si el amor constaba de dolor y suplicio, porque solían limpiar a sus lágrimas tras rajar a la piel de sus muñecas.
Y también se pregunta si era su sangre dorada lo que la hacía tan especial, porque mientras sus hemorragias solían ser del mismo tono que el de río de oro recién pulido, los demás poseían un carmín, cálido y denso, que sólo podía compararse con las mejillas de la niña cuando ella se sonrojaba.
Ella solloza al recordar el hedor de la muerte, de su propia muerte, y los grilletes en sus tobillos tintinean al igual que los que aprisionan a sus muñecas.
Entonces los fantasmas de aquella jaula desaparecen y la niña alza la mirada en dirección a la única ventana que le aporta vida a la celda de piedra.
Las estrellas centellean ante sus ojos. Cada constelación se encuentra atenta al mundo terrenal y las dos lunas bañan de plata al mar y al océano.
El cosmos aún resplandece, lo cual es...imposible.
La niña palpa a su propio cuerpo, en busca de una gran herida o de las cicatrices provocadas por las navajas que abrieron a su piel. Toca a sus piernas para sentir a los huesos sanos, a su torso para acariciar a cada una de sus costillas y a su pecho también, para asegurarse de que nadie le ha arrancado el corazón.
El órgano late con normalidad, no hay rastro de una cuchilla que hubiese rasgado a su piel y, por ende, jamás hubo una mano que se introdujera dentro de su tórax.
No ha fallecido, pero ella ya había conocido a la muerte. Ya la había vivido.
La niña no sabe el por qué, pero, esta vez, al mirar al cielo, las estrellas le sonríen en medio de su eterno esplendor.
Como si se tratara de una segunda oportunidad.
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¡Hola, hola!
Capítulo cortito, pero que les servirá para saber un poco más de la magia que rodea a todo Aeonian (y apenas una pizca de toda la mitología que he creado?
¿Qué te pareció? ¿Alguna suposición/teoría que tengas?
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