Introducción.

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  • Dedicado a Martin Luther King
                                    

Transcurre el invierno de 1810.

Atrás quedan años de sufrimiento, de miseria y de guerra. Hace más de veintiséis años que se firmó el Tratado de París, el cual dio por finalizada la Guerra de Independencia de Estados Unidos.

Cae la tarde en las afueras de Richmond. A cinco leguas escasas de distancia, se encuentra una de las plantaciones extintas de algodón de la comarca, perteneciente a Elizabeth Murray. Es una extensión vasta, donde aún resuenan los cánticos de los miles de trabajadores que, en tiempos pretéritos, se afanaron para tener lista la cosecha del día y preparar la de la siguiente jornada.

Las copas de los árboles son agitadas por el viento recio que siempre recorre los algodonales en esta época del año. Parecen saludar a los miles de soldados que, por esos caminos polvorientos, son conducidos hacia el frente. Pero ahí no hay nadie ya.

Tras las ventanas vetustas y desvencijadas de una casa, con sus marcos carcomidos por el irrefrenable paso del tiempo, se puede ver una habitación tan abandonada de vida como llena de enseres. Muebles que, llegados a esa hacienda en una época digna de permanecer en la memoria, se amontonan en sus puestos como si la mudanza los hubiera trasladado el día anterior. Quietos. Ajenos a la historia y a las vidas de los ocupantes de ese hogar. Ellos temieron por las suyas, al igual que el resto del mobiliario de esa vivienda. Pero para su fortuna, sus bellezas isabelinas se mantienen intactas aun con el paso del tiempo.

Elizabeth, de una singular belleza, se dispone con comodidad en su asiento preferido. Está marcada por las experiencias vividas en aquella plantación. Su vista, lánguida, se pierde por entre la cantidad de escritos que guarda, con mucho celo, en el segundo cajón de su mesa. Lo abre y, con la misma ilusión y apremio con que lo había hecho hace años, saca hojas en blanco como si las fuera a utilizar de inmediato. Así es. Va a escribir la que será la última carta a su hija Sophie que, sin que su madre lo sepa, está a punto de hacerle una visita.

Confía en su pulso, todavía tembloroso por las emociones vividas en el pasado; en su memoria, dolida y desgastada. Se da prisa por escribir, pues sabe que su vida se está apagando lentamente junto con los cánticos de los que trabajaron en su plantación y que todavía resuenan en sus recuerdos. Junto al tintero, una luz procedente de una llama sigue brillando como en los atardeceres de épocas más frías y nefastas. Da un último suspiro y se queda quieta durante unos minutos. Contemplativa. Traumatizada. Dolida. No en vano, sabe que debe esforzarse de un modo sobrehumano por escribirla. Como si no quisiera comenzar el viaje que está a punto de emprender. Después de varios titubeos, se apresura por coger la pluma, pues ya está lista para empezar a contar lo que pasa por su cabeza y que le está atormentando. Mientras escribe, las bocanadas últimas de energía recorren su cuerpo.

“Richmond, 16 de marzo de 1810.

Querida Sophie:

Cuando leas esta carta, quiero que la guardes para que tus hijos puedan leerla también. Es el mejor legado que te puedo dejar, aparte de esta destartalada plantación.

Aunque parte de tu infancia transcurrió junto a nosotros, hay muchas cosas que no sabes que ocurrieron y que te quiero contar, Sophie, porque fueron acontecimientos muy importantes por sus valores. Estos valores pueden ser aprendidos por las generaciones futuras, para que aprecien mucho más a las personas.

Confío en la buena formación, basada en principios, de una persona que ha demostrado ser enviada por la Vida, para que estos dones sean transmitidos a tus hijos.

Tu humanidad, Sophie, es la única razón por la que he resistido sola estos años, con ganas de verte otra vez antes de que me lleve la muerte. Sí, Sophie, ya llego al final de mi vida y noto cómo el aliento se me va apagando. Para mi fortuna, he tenido la oportunidad de conocer los valores que, esta vida que estoy a punto de abandonar, me ha legado: amor, humildad y humanidad. Quiero que estas mismas sensaciones estén presentes en mis últimas palabras mirándote a los ojos, con tus manos entre las mías. Es mi deseo que ilumines, con esos ojos tan llenos de amor, una vida que se apaga.

Hace mucho, mucho tiempo, en esta misma plantación, empezó una historia que quiero recuerdes para siempre y procures apreciarla, ya que es lo único con que deseo quedarme de mi larga vida.

La historia que te voy a contar se traslada unos pocos años antes de aquel periodo humillante y de enfrentamientos entre hermanos, llamado Guerra de la Independencia de este país: los Estados Unidos de América.”

La última carta. La vida de Elizabeth MurrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora