CAPÍTULO 9

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A eso de las cinco de la mañana, Blanca iniciaba su día limpiando su cuerpo con la ayuda de una enorme jarra de agua fría con la cual iba quitando el sudor de cada una de sus extremidades. No importaba si estaba medio de un crudo invierno, era algo que desde pequeña sus abuelos le habían enseñado. Al poco rato de su improvisado baño matutino, se preparaba un mate y una tajada de pan casero que ella misma había horneado el día anterior sobre el cual extendía un generoso trozo de queso; desayuno que no podía disfrutar sentada pues el tiempo no le alcanzaba, mientras tomaba un largo sorbo de su bebida caliente corría de un lado a otro para encender el fuego en la gran estufa de la cocina sobre la cual disponía gran cantidad de ollas y teteras con agua para que hirvieran y estuviesen listas para todos los quehaceres de la mañana. Un apresurado mordisco a su pan al tiempo que sobre la mesa hacía una corona con harina para preparar el pan del día, que en algunos casos no era suficiente, ya que padre e hijo eran insaciables, razón por la cual sus enormes pómulos regordetes lucían rosados, brillantes y cada vez dejaban menos espacio a sus característicos ojos celestes. Un último mordisco y sorbo de reconfortante mate antes de finalizar el intenso amasado de los panes para luego esperar cerca de una hora y disponer las latas dentro del horno y que esté caliente a la hora del desayuno. Antes de salir de la cocina y volver a hornear, no podía olvidarse de dejar la mesa lista para cuando la familia despertara y bajara a tomar el desayuno. Tras un año de estar en la casa de sus tíos, Blanca ya manejaba a la perfección todos los pesados quehaceres que se veía obligada a cumplir hasta su mayoría de edad y durante este tiempo la construcción de la casa ya había finalizado por lo que debía limpiar cada rincón de los tres pisos que la componían; además tenía que ayudar a vigilar al inquieto Germancito, a la pequeña Chonita que había nacido meses atrás y cuidar de Emilia, la que nuevamente estaba embarazada y que parecía empeñada en llenar todas las habitaciones del Caserón con retoños de su fructífera familia.

El humeante pan salía del horno justo cuando el tío Germán bajaba y se situaba en la cabecera de la mesa con su impecable uniforme militar, minutos después bajaba corriendo las escaleras su versión en miniatura y arrasaba con todo lo que estaba a su alcance para comer. Emilia aparecía casi siempre a paso más lento y con mala cara poco antes de que su marido se fuera y junto a él llevara a tirones a su hijo al colegio que quedaba cerca del regimiento. Al terminar de desayunar, la dueña de casa le daba instrucciones a Blanca sobre el almuerzo del día y otras labores pendientes que no podía dejar pasar. Luego se retiraba para ir a cuidar a su hija y Blanca salía al patio para comenzar a lavar las sábanas e interminables montones de ropa sucia que día a día se acumulaban. Mientras fregaba con fuerza sobre una tinaja de madera, a ratos se detenía a observar el enorme patio con árboles frutales que le hacían recordar sus días felices, extrañaba sentir la magia que la rodeaba cada vez que con su abuela regaba las flores del jardín y estas parecían envolverlas con su perfume. Ahora sentía que no tenía ni un instante para ella, ya no podía conversar con las plantas y sentir su bella energía; no había colores que destellaran dentro de su alma. Extrañaba el calor de su hogar y los cuidados de papito Rosa y mamita Isolina, añoraba sentir los aromas que desde pequeña había disfrutado bajo la protección de sus abuelos y ahora sólo estaba resignada a tener que cumplir labores domésticas sin recibir nada a cambio; sólo un techo, comida y ropa usada. Si su amado abuelo Rosamel hubiese sabido que el confiar a su nieta al cuidado de Germán iba a significar todo ese cambio en su vida, de seguro habría buscado otro camino.

Perdida en sus pensamientos en el vaivén del lavado y tras colgar toda la ropa en los extensos cordeles que estaban atados entre los árboles, Blanca se daba ánimo para continuar; recibía el viento fresco de la mañana y antes de correr a preparar el almuerzo, verificaba que su cabello estuviese bien trenzado y ceñido a su cabeza, puesto que a su tía no le agradaba verla con el pelo suelto. Una vez hecho esto, comenzaba con un breve instante que se asemejaba a la magia de cuidar y ver crecer las plantas, era el momento de preparar el almuerzo y a pesar de que era una ardua tarea diaria, había algo en esto que la hacía desconectarse por completo mientras se movía de un lado a otro cortando vegetales, carnes y añadiendo especias como toques de polvos mágicos para generar aromas únicos y sabores que día a día iba perfeccionando.

—No olvides que hoy vendrán a tomar té el grupo de Damas— le dijo Emilia a su sobrina justo antes de retirarse tras el almuerzo.

—No lo he olvidado— sonrió Blanca retirando los platos sucios sobre una bandeja.

—Sí, es para que prepares algunas galletas, viene la esposa de un alto mando del ejército y debo impresionarlas— la mujer se acomodaba su corta cabellera.

—Así será. Haré unas ricas galletas de miel—respondió la joven antes de ir a la cocina a lavar todo lo que había quedado del almuerzo.

Luego de fregar las ollas y dejarlas relucientes, buscó un viejo libro de cocina que Emilia tenía en un mueble y se dispuso para hornear las galletas que se solicitó para deslumbrar al grupo de esposas de militares al cual pertenecía Emilia y la hacía sentirse una señora de alta sociedad, olvidando su humilde origen. Cuatro enormes latas fueron suficientes para disponer unas cuantas, en una lata para guardar, otras para el pequeño Germancito y lo más importante, las que iban en la fina loza que estaba reservada para estas ocasiones.

Seis mujeres refinadas acudieron a la cita en donde Emilia se esmeraba por mostrar lo mejor que la familia tenía y estar en el grupo era la única actividad que realizaba además de parir y con ello aumentar el trabajo de su joven sobrina. Tras dos horas de conversaciones para planificar actividades del grupo, las señoras se retiraron deslumbradas por las exquisitas galletas hechas por la empleada de la casa, puesto que así era presentada a las demás personas y no que quedar expuestos como unos abusadores.

Ya con los últimos rayos del sol, Blanca dejaba todo impecable para al día siguiente iniciar sus labores de nuevo y se retiraba a su frío dormitorio en donde se sentaba al borde de la cama y sacaba de debajo de esta una vieja lata de caramelos en la cual guardaba agujas e hilos de diversos colores que compraba con esfuerzo con el escaso dinero que a veces su tío le daba. Luego tomaba un paño que tenía sobre una pequeña mesita en donde había marcado algunos trazos y comenzaba a bordar con esmero las flores que tanto añoraba cuidar y que ahora sólo podía dar vida a través de los colores que sus hilos y sus delicadas manos creaban. Estos eran los únicos colores que le estaban quedando en la vida.

🌸El secreto de la flor ©️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora