Caricias sin dolor

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Hace poco se mudaron nuevos vecinos, a nuestra derecha, no se con exactitud cuando ya que el tiempo suele escurrirse entre mis manos y pierdo la cuenta de los días. Nuestra casa esta unos metros elevada del suelo por lo que desde el balcón se puede ver más allá de los árboles que nos separan, sin embargo, no vi nunca a nadie poder acercarse a él. Tal vez, en los momentos en los que no estoy allí, alguien intenta entablar un acercamiento a través de los pequeños rombos que forman el alambrado que lo separa de la calle. He sido testigo de algún transeúnte disminuir el paso y sonreírle con cariño, pero él, incapaz de discernir el peligro de un simple saludo, los hace alejarse con miedo.

Nuestro patio es lindero al suyo y por las mañanas, que generalmente son mi tiempo libre, me siento con el mate a leer afuera en mi sillón mecedor. Cada algunos largos minutos, su ira expresada a altísimos decibeles me saca de un tirón de las páginas de mi libro y le sigo los pasos desde la puerta hasta el alambrado, ida y vuelta, esperando el encontronazo con sus ojos absortos de enfado matutino, incontrolable y sin sentido. El cáncer de piel, que lo acompaña hace unos años, fue deteriorando su vitalidad y sacando hacia afuera el enojo en forma de escaras y pérdida de pelo. ¿Qué vida habrá vivido?, me pregunto siempre, ¿con qué tipo de personas se ha relacionado?, ¿qué decisiones equívocas han tomado por él?. Nadie nace enojado, no se conoce tal sentimiento la primera vez que se ven las luces del mundo exterior.

Durante la mañana de ayer vi una expresión en sus ojos que me heló la sangre en cuestión de segundos, no había visto esa mirada jamás, el enfado había sido reemplazado por una mueca de dolor y desconsuelo. Una mirada que denotaba no solo cansancio físico, sino también emocional y pedía de reojos que el sufrimiento y la tristeza cesaran. Esa mañana no parecía distinta a las demás y sin embargo lo fue, por lo menos para nosotros dos. Sentada en canastita absorta en las páginas de mi libro escuché los gritos del vecino a un volumen ensordecedor. Lo vi acercarse a él con paso firme y lo que parecía una rama bastante gruesa, en su mano derecha. El puño izquierdo estaba tan apretado que desde lejos podía ver las venas llenarse de cólera en su muñeca. Algunos metros lo separaba aún del vaivén de la rama y reconocí en sus gestos un azar de escudo. No hizo falta que nadie me contara su historia desde el inicio, la vi narrada delante de mí esa mañana. Sus orejas cayeron con miedo sobre el costado de sus ojos que lograron encontrar los míos antes de mirar hacia el piso, mientras se inclinaba poco a poco la cabeza se iba introduciendo entre las dos patas delanteras, como queriendo cubrirse y evitar una vez más, como tantas otras, el impacto de la cólera ajena que en cuestión de segundos lo cubrió de un estruendoso dolor.

Sostengo y reitero, no hay perro capaz de nacer enojado o desarrollar una ira personal con el mundo. Lo que sí se puede encontrar, es humanos con problemas personales que poco entienden de empatía y descargan sus humores en cuerpos ajenos con palos grandes y venas a punto de explotar.

Sus ojos ya no me miran a través del alambrado que nos separaba, hoy mientras me cebo los mates de la mañana, desvío la mirada de mi libro y acaricio sus orejas desde mi sillón mecedor, poco a poco levanta la mirada, acercando la cabeza y cerrando los ojos para poder disfrutar de mis caricias sin dolor.

Caricias sin dolorWhere stories live. Discover now