Choco contra él como si me hubieran empujado por detrás. Él no se mueve, ni un centímetro. Sólo sostiene mis hombros y espera, quizá esté esperando que recobre el equilibrio, quizá esté esperando que recupere mi orgullo. Espero que tenga todo el día.
Oigo a la gente que camina por el muelle, y me los imagino observando. En el mejor de los casos, piensan que conozco a este chico y que nos estamos abrazando. En el peor de los casos, me vieron tambalear como una morsa drogada hacia este completo extraño porque miraba hacia abajo en busca de un lugar donde dejar nuestras cosas de playa. En cualquier caso, él sabe lo que pasó. Él sabe por qué mi mejilla está aplastada contra su pecho desnudo. Y hay una evidente humillación que espera a cuando me atreva a elevar la vista hacia él.
Le echo una ojeada a las opciones que pasan por mi cabeza como un libro abierto.
Opción uno: correr tan rápido como mis sandalias me lo permitan. La cosa es que tropezar con ellas es parcialmente responsable de mi actual dilema. De hecho, una de ellas falta; probablemente se atoró en una grieta del muelle. Apuesto a que Cenicienta no se sintió así de estúpida; pero bien pensado, ella no era tan torpe como una morsa drogada.
Opción dos: pretender que me he desmayado. Ponerme laxa y todo; babear, incluso. Pero sé que no va a funcionar porque mis ojos aletean demasiado como para fingir, y además, la gente no se sonroja cuando está inconsciente.
Opción tres: rezar por un rayo. Uno mortal, de esos a los que se siente venir porque el aire se estremece y la piel hormiguea—al menos eso dicen los libros deciencias. Podría matarnos a ambos, pero en serio, él debería haberme prestado más atención a mí cuando vio que yo no estaba prestando nada de atención.
Durante un segundo, creo que mis plegarias son respondidas porque sí siento un hormigueo por todos lados: se me pone la piel de gallina y mi pulso se siente como electricidad. Entonces me doy cuenta: proviene de mis hombros, de sus manos.
Última opción: por amor de Dios, despegar mi mejilla de su pecho y disculparme por la embestida atrevida, luego, alejarme cojeando sobre mi única sandalia antes de desmayarme. Con mi suerte, el rayo sólo me lisiaría, y él de todas formas se vería obligado a cargarme a algún lado. Por lo tanto: hazlo ahora.
Me alejo cuidadosamente de él y miro hacia arriba. El fuego en mis mejillas nada tiene que ver con que haya una temperatura de 27 grados centígrados bajo el sol de Florida, y sí todo que ver con el hecho de que acabo de tropezarme con el chico más atractivo del planeta. Fabulantástico.
—Est… ¿Estás bien? —pregunta él, con incredulidad.
Creo que puedo ver la forma de mi mejilla hendida en su pecho. Asiento.
—Estoy bien, estoy acostumbrada a esto. Lo siento.
Me sacudo sus manos, dado que no las aparta de mis hombros. El hormigueo permanece, como si dejara una parte de sí mismo en mí.
—¡Por Dios, Emma! ¿Estás bien? —Chloe me llama desde atrás.
El calmado zapateo de las sandalias de mi mejor amiga sugiere que no está tan preocupada como suena. Como la corredora estrella que es, ya estaría a mi lado si pensara que estoy herida. Suelto un quejido y volteo hacia ella, sin sorprenderme que esté sonriendo tan ampliamente como el ecuador. Sostiene mi sandalia, que intento no arrancarle de la mano.
—Estoy bien. Todo el mundo está bien. —digo. Giro de vuelta hacia el chico, quien parece volverse más deslumbrante con cada segundo que pasa—. Tú estás bien, ¿verdad? ¿Sin huesos rotos ni nada?
Él parpadea y asiente levemente. Chloe deja su tabla de surf contra la baranda del muelle y le tiende la mano, que acepta sin quitar sus ojos de mí.
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Of Poseidon
FantasyGalen, príncipe de los Syrena, busca en tierra a una chica que, según ha oído, puede hablar con los peces. Es mientras Emma está de vacaciones en la playa que conoce a Galen. Aunque su conexión es inmediata y poderosa, Galen no está plenamente conve...