01

640 29 3
                                    

Kathia
Hay situaciones en la vida en las que no te das cuenta de cuándo sobrepasas la línea entre lo emocionante y lo realmente peligroso; y ese era exactamente el tipo de situación en el que yo me encontraba. Sentada en el último rincón de una apestosa y húmeda celda, esperaba que Enrico viniera a buscarme. El encuentro con un muchacho, una de las personas más desconcertantes y agresivas que había conocido jamás, me había arrastrado a ese repugnante lugar, lo contrario de los ambientes privilegiados en los que me solía mover.

Mis blancos pantalones de Armani habían pasado a ser grises, mi chaqueta Prada de cuero negro tenía un enorme rasguño en el codo, y me había roto una uña. Y, para colmo de todos mis males, compartía celda con una especie de Yeti que no dejaba de mirarme. Cubierta de tatuajes y piercings, y con un palillo en la boca, la abominable mujer de las montañas parecía querer comerme. Casi podía verla babear.

<<Perfecto. Tu primera noche en Culiacán y la pasas en una celda. Pienso matar a ese pendejo en cuanto salga de aquí>>, me dije.

Desde luego que lo iba a hacer.

De fondo, las voces de dos guardias se entremezclaban con la retransmisión de un partido de fútbol. Les llamé incontables veces, pero lo único que recibí por respuesta fueron quejidos y golpes secos contra la mesa. Sin duda estaban tan cansados de mí como yo de ellos y de aquel lugar.

Instintivamente sacudí mis pantalones, como si el color blanco pudiera volver a aparecer. Cuando caí en aquel charco ya fui consciente de que había tirado siete mil pesos a la basura. Mis pensamientos sobre mi fondo de armario se interrumpieron cuando, de repente, mi compañera de celda se levantó para soltar un escupitajo bien cargado.

Me aferré a mi asiento en cuanto la vi caminar hacia mí. Aquello no pintaba bien y, sin poder evitarlo, pensé en la situación que me había llevado hasta allí.

La gélida brisa de la noche me envolvió en cuanto abrí la puerta del balcón. A esas alturas del invierno, el ambiente de la Ciudad de México era húmedo y frío.

Las ramas de los árboles acariciaban mi pequeño balcón. Estaba a punto de irme.

El internado arquitectónicamente, me maravillaba. Pero una cosa era admirar su arquitectura y otra muy distinta vivir allí. Eso lo odiaba. Ausencia total de chicos —ellos residían en el internado que había unos kilómetros colina abajo—. No podías desprenderte del maldito uniforme —si al menos hubiera sido bonito, no habría sido una condena llevarlo—. Y la disciplina era bastante estricta —todo estaba cronometrado, hasta la hora de ir al baño—. O aprendías a convivir con las normas de aquella institución o estabas perdida.

Así era mi aburrida vida, día tras día.

Hasta que apareció mi padre. Había irrumpido en el internado rodeado de guardaespaldas (sin disimular siquiera su egolatría y prepotencia, y haciendo gala de un elegante vocabulario) y me había ordenado que recogiera mis cosas. Ya había hablado con el director y lo tenía todo preparado para mi regreso.

Después de nueve años, volvía a Culiacán. No tenía ni idea de qué había llevado a mis padres a tomar aquella decisión, pero me alegraba... demasiado.

Solo dieciséis horas más tarde me encontraba delante de un enorme vestidor decidiendo qué chaqueta ponerme. Estaba claro que debía conformarme con lo que había hasta que pudiera ir de compras. Entre las miles de prendas que mi hermana Marzia me había ofrecido, pocas me convencieron: su estilo era demasiado finolis para mí. Me decidí por la ropa más ceñida: chaqueta de color negro metalizado, pantalones blancos y zapatos negros de tacón alto para estilizar mis piernas. Me di la vuelta y contemplé mi imagen en el espejo.

Mírame y dispara | Ovidio GuzmánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora