XXVI.

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-Ya no te reconozco, Jade -me había dicho Meggias ante mi propuesta-. Estás completamente loca.

-Pero... -le dije algo decepcionada por sus palabras. Pensé que él más que nadie me entendería-, no puedo dejar a Arturo solo. ¿Y si le sucede algo?

-¡Es una cabeza sin cuerpo ni vida! -gritó-. Lo único que va a sucederle es que de aquí a unas horas comenzará a descomponerse. Suelta eso y ven conmigo, olvida todo, por favor.

-Si no me vas a ayudar déjame hacer lo que debo por lo menos. Vete de aquí si no quieres sufrir el mismo destino de los hombres y perros allá adelante.

-Haz lo que quieras, pero espero que el infierno te tenga puertas abiertas después de esto.

Una lágrima amenazó por salir, pero la retuve. Él, definitivamente, era igual que el resto: cruel y despiadado. Aun así, no iba a matarle, solo por el hecho de no estar portando un arma en mi dirección. Tenía asuntos más importantes que atender, por lo cual solo suspiré, retomé la marcha y pasé por su lado sin mirarle, agarrando a Arturo con más fuerza con una mano mientras en la otra todavía tenía la antorcha encendida. Meggias se apartó y agradecí que fuese inteligente de dejarme pasar.

Había aprendido otra lección ese mismo día: los monstruos siempre le aportan más a la historia que el mismísimo héroe. Mi amado jugó a ser el héroe que salvaría a la damisela, y terminó muerto. Ahora era esta damisela quien debía tomar el papel malvado y vengarle, a expensas de terminar matando ella aquello que tanto tiempo deseo preservar a toda costa.

Y sí, yo estaba tomando ese rol con creces.

Doblé hacia quedar en la parte trasera de la gran casa principal que componía el palacete, a pocos pasos de la entrada a la cocina inferior y a unos metros de los cultivos. Antes de decidir entrar aproveché para darme una vuelta por el exterior, viendo que había pocas personas recogiendo los alimentos, nadie del todo importante para mí. Estiré entonces mi brazo al frente, aquel con la antorcha, provocando que el fuego se transmitiera a las plantas y comenzara a dispersarse con fuerza, mientras todos huían a buscar agua para apagar el incendio.

Ya complacida con el caos, entré por la cocina, entre gritos de sirvientas, esclavos saliendo despavoridos y todo tipo de alimentos y utensilios siendo arrojados en mi dirección, golpeándome en diversas zonas de mi cuerpo. Sin embargo, la gran cocina de madera era un exponente para otro incendio, por lo que nadie me impidió el paso a la salida de esta, en el ala suroeste, donde se encontraban los pasillos con múltiples habitaciones de invitados, salas de eventos, la gran biblioteca y la entrada al sótano donde había sido torturada en más de una ocasión al comenzar a vivir aquí, siendo la nueva revelación del conde en sus bizarros experimentos.

Cuadro por cuadro, alfombra, cortina y objeto de fina madera, extendí el calor de la llama hasta dejar solo fuego y humo tras mi paso. Sentí voces mientras iba caminando entre habitaciones; abrí puerta por puerta hasta quedar al frente a la que deba a la gran biblioteca, forzando el picaporte sin resultado alguno. Puse a Arturo en el suelo un momento y el brazo que me había quedado libre lo acerqué a la antorcha, quemándome en el acto. La piel chamuscada se cuarteó y abrió, sangrando en el proceso. Tiré la antorcha a un lado al ver como ya esta se había apagado al fin, para mi desgracia, para luego dar unos pasos hacia atrás y propinar una patada y luego otra a la gran madera, hasta romperla y lograr abrirme paso a la biblioteca antes de que el fuego del exterior terminase por llegar hacia allá.

«Menudos imbéciles que deciden refugiarse en el lugar más combustible de todo el palacete...», fue mi pensamiento mientras observaba como unas criadas se acurrucaban unas con las otras en una esquina, mirándome con verdadero temor en sus rostros.

Sempiterno Corazón (Finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora