ESCUELA DE VALORES "EL TIRANO" 1

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CAPÍTULO I


Necio vivió, hueco, sin alma, sin corazón. Jamás pensó que una negra sería el ángel que llenase ese vacío. 

Nacido en una familia pobre y el pequeño de cinco hermanos, Eduard sufrió durante toda su niñez la dejadez por parte de sus progenitores. 

Llevado por las drogas y el alcohol, el padre, en paro desde hacía años, culpaba a negros y exiliados de la situación que padecía. Desde el mugriento porche de la casa, cerveza en mano, entremezclado con el rechinar de una vieja mecedora mediante la cual acunaba sus penas, maldecía a los cuatro vientos a todo aquel que cerca anduviese.

—Malditos inmigrantes, volveros a vuestro país —voceaba en su delirio. Pagaba su ofuscación con los hijos, siendo Eduard el máximo afectado por los crueles despropósitos del progenitor. 

Los gritos que el joven soportaba a diario hacían huir incluso a las ratas. La voz le temblaba cuando pedía entre sollozos el que parasen los golpes. Los moratones que ennegrecían su frágil y pálida piel le recordaban la cruel forma en que su padre ejecutó al perro de los vecinos, chucho que sucumbió por el simple hecho de no ser blanco. El aire del racismo flotaba en el ambiente. 

El móvil era el pasatiempo preferido de su madre, mujer que, ante la situación familiar y presa de la impotencia, tan solo dedicaba unos escasos minutos del día a las labores del hogar. Señora sin estudios ni moral, entraba en cólera ante el extravío momentáneo del aparato. La sola idea de quedarse sin batería perturbaba de tal forma su conciencia que los arranques de cólera en los que incurría la conducían al nerviosismo más extremo. Cuando el sol comenzaba a ponerse y las ansias de teléfono estaban satisfechas, la lucidez tocaba a su puerta. En ese momento recordaba las bocas que debía alimentar. La vista de una nevera vacía arrancaba lágrimas de dolor a sus cansados ojos. Era tal el vicio que la dominaba que, para no despegarse del aparato, tenía por costumbre enviar a por comida a uno de los hijos.

—Que alguien traiga unas castañas del árbol —mandaba sin apartar los ojos del teclado. El deseo por salir de la atmósfera asfixiante que se respiraba en el interior, hacía que Eduard se ofreciera voluntario para ello. 

El padre bebía, la madre no despegaba los dedos del celular y, mientras los hermanos discutían entre ellos por un trozo de pan rancio, él tomaba la iniciativa.

—¡Yo voy madre! —gritaba loco por salir. Corría velozmente hacia la puerta y, rodando sobre sí mismo como una peonza, la abría. Una vez en el exterior, mediante un ágil salto, sorteaba el primer escalón del porche para evitar una tabla rota, acabando de rodillas en la polvorienta tierra de la entrada. Inhalando una agradable bocanada de aire fresco, mientras sus ojos luchaban por abrirse paso entre los párpados, contemplaba el cielo. Se tomaba unos segundos para disfrutarlo. Con los pulmones renovados, descendía por un abrupto camino entre hierbajos y desechos. Llegando al final del vallado que delimitaba la propiedad, contemplaba con asombro, una vez más, un descuidado castaño, frutal que a duras penas subsistía en el terreno estéril tras la casa. Durante unos minutos, pensaba que el moribundo árbol era un fantástico espíritu que estaba ahí para ayudarle. Las ramas que se movían por la acción del viento le parecían brazos que lo invitaban a acercarse. Un tronco retorcido hacía las veces de torso. Entre las amarillentas hojas imaginaba entrever a un amable rostro que se formaba en el entrelazado ramal, al cual escuchaba decir mientras luchaba por sobrevivir: «Aprovecha mis sabrosas semillas, tal vez sean las últimas». 

Como de costumbre, a las veintiuna horas, la ensordecedora sirena de una fábrica cercana, lo devolvía a la realidad. Recordando cuál era el propósito de su paseo, liberaba de algunos frutos al famélico arbusto. Castañas que servirían para paliar, en la medida de lo posible, el ayuno familiar. Cáscaras cobrizas que todos habían llegado a aborrecer. 

Escuela de valores " El tirano"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora