Parte 1: la invitación

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Louis se encuentra seguro de que está enamorado, puede sentir cómo las hormonas en su cerebro se encargan de producirse para brindarle esta sensación de entusiasmo y nerviosismo y estruendo cada vez que mira al muchacho que se ha ganado su corazón desde probablemente el primer momento en el que sus ojos lo han ubicado por completo, y luego de habérselo pensado por demasiado tiempo y por haber creído que lo ha estado confundiendo con amistad o con quizás un cariño fraternal que no ha tenido nada que ver a primera instancia; finalmente ha aceptado para sí mismo que está enamorado.

Mucho.

Demasiado.

Tanto que le llegan a doler los pulmones cada vez que lo mira o lo tiene cerca porque el aire se le hace tan espeso y tan duro que la única solución que le ve a aquel disturbio es contenerlo hasta que se pone de todos los colores y un poco más.

Y ni hablar de cómo se comporta su corazón, acelerado como si hubiese estado corriendo kilómetros y kilómetros hasta hacerlo sentir en su garganta, hasta que tiene la impresión de que le va a dar una taquicardia espantosa que lo dejara tirado medio muerto y sin remedio ni posibilidades de sobrevivir.

No es su intención la de que su cuerpo actúe de esa manera, honestamente le gustaría ser todo lo normal posible cuando está alrededor de aquel hombre de rizos bellísimos que aparece en sus sueños constantemente y que forma parte de su día a día no solo por sus pensamientos, sino por su trabajo.

Pero de alguna forma todo su sistema y su mente se congenian para hacerlo torpe y un poco ridículo y visiblemente enamorado, porque lo está, porque es inevitable, porque es casi como si quisiera gritarle al mundo lo mucho que lo quiere y todo lo que espera poder estar con él lo que podría ser considerado una eternidad.

No le molestaría, en absoluto. La verdad es que le fascinaría tener una vida a su lado con todo el paquete de los altos y bajos y los momentos maravillosos y los muy feos juntos, para él eso sería un completo sueño hecho realidad.

Así es como Louis sabe que sus sentimientos son verdaderos y que nada de esto se trata de algún encaprichamiento pasajero que se le irá en cuanto lo tenga en sus brazos o algo por el estilo. Tiene la certeza de que no es nada de eso, y es por esa misma razón que ha decidido hacer las paces consigo mismo y ha admitido para su propia paz mental y espiritual que él realmente siente nada más y nada menos que amor por su compañero de trabajo.

Con frecuencia se pregunta qué tan loco ha tenido que estar para permitir algo como eso, pero de nuevo, ha sido tan inevitable como el hecho de que la vida sigue su curso y la guerra continúa girando alrededor de su propia órbita independientemente de su existencia y todos esos sentimientos que se guarda la mayor parte de las veces.

Un largo suspiro escapa de sus labios mientras su mano se encarga de alzar la taza que tiene entre los dedos para acercarla a sus labios y poder dar un trago.

Una vez más, se encuentra en su hora de descanso junto con los demás estudiantes y profesores en la academia de artes, el murmullo de las personas presentes en aquel patio llena sus oídos con amabilidad, pero su sentido auditivo y probablemente los otros cuatro que le quedan se encuentran enfocados principalmente en el hombre que está ubicado en aquella mesa que los alumnos normalmente utilizan cuando van a practicar con sus acuarelas.

Está distraído con un catálogo de arte que ha conseguido en un museo que Louis conoce mejor que nadie, mientras se lleva aquellas galletas de avena con frutos rojos de una manera tan distraída que es casi etéreo el observarlo. Está precioso con los rizos bailando en proporciones amables sobre su rostro y sus costados, con las pestañas cayendo sobre el inicio de sus bellísimos pómulos cada vez que parpadea automáticamente, casi con inconsciencia divina que solo lo hace lucir aún mejor.

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