Sakura

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Hace un mes murió mi padre de cáncer. Me tocó ver cómo el doctor nos daba la noticia de que ya era terminal, cómo mi padre se iba derrumbando poco a poco en el pecho de mi madre, ellos dos llorando como Magdalenas, y yo, yo no puedo llorar, no soy capaz de ello; porque sentí como si hubieran hecho un agujero enorme en mi pecho, que se va agrandando rápidamente y que me iba asfixiando. Observé en silencio cómo iba empeorando día a día, cómo perdía su cabello por las quimioterapias, como lo operaban una y otra vez, extirpando sus testículos, luego cómo se iba ramificando a cada parte de su cuerpo.

Duró cuatro años, cuatro putos años de vomitar sangre, vómitos normales, líquido en los pulmones, orines llenos de pus, cagantina incesante, estornudos donde tiraba pedacitos de hígado, de páncreas que ya no hacía insulina y que no permite recibirla, de lavados estomacales, de ver cómo se le iban cayendo hasta las pestañas y el vello de las piernas por las puta quimioterapia, cómo la piel se le iba colocando amarillenta.

Yo tenía quince años cuando me dijeron que el cáncer le había llegado al corazón, una semana antes de mi cumpleaños, y al día siguiente, fui a una barbería. Pedí que me raparan. Quería eliminar ese cabello hasta la cintura, ese mismo cabello que antes mi padre disfrutaba tocar, y mi madre le gustaba peinarlo cada vez que usaba kimono. El barbero me echó a escobazos y patadas.

  - ¡Ve a hacer esas mierdas a una peluquería para damas! ¡Este no es lugar para una niña! – me gritó antes de cerrar de un portazo la puerta. No quise volver a mi casa esa noche y me quedé vagando por el Tokio nocturno, con el rostro rojo de llanto.

Vagué hasta llegar a un gimnasio 24/7. El letrero decía El Gimnasio de Nowaki. Entré a ese cubo de concreto sin pintar y me encontré con la recepción. Una mujer de unos veinte años estaba sentada en un pequeño y viejo escritorio. La observé de cerca; toda la piel de sus brazos algo musculosos estaba cubierta por tatuajes negros que se detenían en la muñeca. Llevaba un lado de la cabeza rapada y el resto con el pelo muy corto, tenía una expansión en la oreja izquierda y piercings en la ceja derecha. Estoy segura que usaba botas de combate con unos jeans rajados.

  - ¿Qué quieres niña? – Dijo con una voz que denotaba tedio y algo de fastidio - ¿Quieres pasar? Si es así, son 500 yenes…

Saqué dinero de un bolsillo y se lo pasé. Entonces ella me dejó entrar y caminé hacia el  otro lado. Entonces escuché cómo me hablaba.

  -¡Niña, tu cambio!

  - No lo necesito – dije con la mayor confianza que logré reunir antes de abrir la puerta.

***

Pasé 5 minutos en el vestuario de  mujeres (vacío), quitándome lo que me sobraría de ropa. Me dejé sólo la camiseta, el short y las zapatillas. Amarré mi cabello en una coleta y salí, dejando el resto en un casillero.

Estuve vagando en el gimnasio hasta que encontré un saco de boxeo. Al lado, en una mesita, había vendas y guantes. Entonces vendé mis nudillos y me coloqué los guantes. No sé cuántas veces vi peleas de lucha libre y boxeo con mis primos, pero sé que suficientes como para saber cómo moverme. Empecé a saltar de un lado a otro, tratando de que mi cuerpo se soltara y haciendo que la rabia llegara a cada parte de mi cuerpo. Lancé mi primer golpe, y aterrizó a la mitad del saco. Luego otro, luego patadas, y así por unos treinta minutos, hasta que llegó un tipo que empezó a silbar. Me di la vuelta, y recién sentí cómo un hilo delgado de sudor corría por mi frente.

  - Nada mal, niña – me dice con una sonrisa bonachona. Lo miré de arriba hacia abajo. Los brazos, el cuello, el torso y las piernas gruesas, ojos pequeños y el cabello negro al estilo militar, llevaba una playera gris y pantaloncillos borgoña hasta la rodilla y zapatillas - ¿practicas kickboxing desde hace mucho?

El canto del FénixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora